A ojo

Prohibicionistas

Me da la impresión, desde lejos –y así a ojo, como reza el título habitual de esta columna– de que esto de los toros no tiene mucho que ver con los toros propiamente dichos, ni con la sensibilidad frente los animales en general. Sino con los nacionalismos. Es decir, con la política y con las bajas pasiones. Me da la impresión de que los diputados del Parlamento catalán, a quienes sus partidos dieron en este caso libertad de voto para que no pareciera que iban a votar por razones políticas, votaron esta vez por razones más políticas que nunca, y no, como se dice, por razones de conciencia. Votaron por lo que cada cual, independientemente de sus gustos o disgustos íntimos con respecto a las corridas de toros, creyó que le sería más conveniente frente a sus electores: parecer catalán o no parecerlo. Había que pronunciarse en torno a si la llamada "fiesta nacional" (implícitamente: fiesta nacional española) puede ser admitida también como fiesta catalana. O no. Y resultó que no.
Esta prohibición de las corridas por el Parlamento catalán marca un hito en la historia. No en la de los toros, que han sido prohibidos por autoridades tan disímiles como los Papas de Roma y los primeros Borbones de España, los senadores norteamericanos - que los prohibieron en Cuba cuando esta se "independizó" - , y los leguleyos franceses de principios del siglo XX, que los prohibieron por razones geográficas: aquí sí, aquí no, allí sí, acullá no. Los toros ahí siguen, y seguirán hasta que los abandone el público. En donde la prohibición catalana marca un hito es en la historia de Cataluña, que con ella entra en el club de los prohibicionistas. Como si hubieran hecho suya la reflexión del escritor Ramón Pérez de Ayala, a principios del siglo XX: –Me encantan los toros. Pero si fuera ministro, los prohibiría.

No existe nada más español –racialmente español, como dirían los nacionalistas españoles– que esa doble ambición: prohibir y ser ministro.
Así que los prohibicionistas catalanes acaban de consagrarse como verdaderos imperialistas españoles: en cuanto tienen autoridad, la usan para prohibir. No lo hubiera hecho más castizamente ni siquiera Felipe II.

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