Posibilidad de un nido

Prueba a no hacer nada

Una mujer nada enla playa de Illetes, en Mallorca. E.P./Clara Margais/dpa
Una mujer nada enla playa de Illetes, en Mallorca. E.P./Clara Margais/dpa

Este verano he podido tomarme una semana de vacaciones. Habrá a quien no le parezca mucho. Lo es. Todo consiste en no hacer nada. Nada de nada, pero sobre todo no desear estar haciendo otra cosa.

Pensé en ello tras escribir hace tres semanas una columna aquí mismo donde explicaba que estaba en Madrid de Rodríguez y cuánto me gustaba ver en internet lo bien que se lo estaba pasando mi gente, la gente que yo he elegido seguir en la red, la que me interesa, la que no agrede ni vomita bilis, la que aporta y da gusto, gente en su mayoría que no conozco. Me di cuenta de que una de las basuritas que nos va colocando la red, esa multiplicación de vidas expuestas, es la necesidad (vamos a llamarla así) de estar haciendo otra cosa. Alguien ha ido a ver una exposición y te preguntas por qué no lo has hecho tú. Otra persona retoma la lectura de las obras de Stefan Zweig y te propones hacerlo inmediatamente. Un grupo de amigas ha quedado para pasar dos días en la playa y lamentas no ser ellas. Una escritora decide convertir sus cuentos en un monólogo teatral y sientes que deberías ser tú. En fin, cada una tendrá sus ejemplos: corte de pelo, cambio de novio, uñas postizas, yoga o curso de cocina asiática, vete a saber.

El asunto es que decidí que durante mis vacaciones no solo no haría nada, sino que tampoco desearía estar haciendo otra cosa. Para ello, apagué el teléfono y cerré cualquier otra comunicación digital. Solo conversación y silencio. Desconectar el teléfono móvil durante días es una experiencia en sí misma.

Hace algunos meses viví un ingreso clínico de quince días que me tuvo absolutamente desconectada del mundo. La mujer que salió de allí es otra. No sé cuántos años, seguro más de una década, llevaba –y llevamos todas, todos– constantemente conectada. Recuerdo que los dos primeros días sufrí algunos picos de ansiedad bien feos a causa de la desconexión. Era como si me estuviera perdiendo algo, como si me estuvieran robando una parte de mi vivir. No de mi vida, sino de mi vivir. No es lo mismo. A partir del tercer día empecé precisamente a eso, a vivir, de otra manera. Conecté conmigo, empecé un diálogo con mis adentros, mi memoria y mis deseos que espero permanezca. Hago todo lo posible para que así sea. A mi regreso a la vida "conectada", dos semanas después, nada había cambiado en absoluto, daba hasta risa. Bueno, yo había cambiado.

Para la semana de vacaciones de este verano me propuse dar un paso más: no pensar que podría estar haciendo otra cosa, no indagar sobre qué desearía estar haciendo más allá de pasar siete días en pelotas al sol y con las máquinas apagadas. El resultado soy yo. No hay resultado mejor.

La sociedad en la que vivimos se alimenta de nuestra frustración. Querer más, poseer más cosas, hacer justo lo que no estamos haciendo, acumular, saber más, tener otro cuerpo, un piso distinto, otro trabajo, otra pareja... el catálogo no tiene fin. El verano va terminando, no volveré a tener una semana de vacaciones hasta el que viene, y quién sabe, pero pienso desconectarme y no hacer nada cada vez que pueda en los meses venideros. Y cuando digo nada, es nada de nada, solo quedarme quieta, ir hacia dentro, ser conmigo. Valga como propuesta para ir regresando.

PD. Soy madre sola, pluriempleada y autónoma. No me cuenten lo que ya sé.

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