Posibilidad de un nido

Lo otro fue cosa de ellos

Entrada del colegio mayor Elías Ahuja de Madrid. EFE/Rodrigo Jiménez
Entrada del colegio mayor Elías Ahuja de Madrid. EFE/Rodrigo Jiménez

(Recuerdo de mi primera experiencia como si fuera de colegio mayor Ahúja o así, Agustinos o críos pijos)

Era cuando se rompió todo y de repente ya crac.

Desde la ventana de mi dormitorio podía ver el gran algarrobo. Estaba allí mucho antes de que construyeran.

Al anochecer, salíamos al jardín a comer los bocadillos de tortilla francesa. Todas las casas, por la parte delantera, iban a dar al gran jardín común con piscina y, más allá, al club social. De todas escapaba el ruido de los tenedores al chocar contra los platos. Salía por las ventanas abiertas y por las cristaleras de las puertas. Las tatas batían los huevos, las madres se arreglaban y el olor de la tortilla y el aceite de oliva se mezclaba con el de las damas de noche y la hierba cuidada con esmero por un batallón de jardineros.

Nos sentábamos bajo la luz de alguna farola, al amparo de un olivo. Hablábamos de nada mientras nos decidíamos por alguno de los chicos, el elegido para aquel verano. O para aquella semana. Los veranos resultan demasiado largos para los primeros amores, les quedan grandes. Para los amores infantiles.

A medida que los chicos mayores se hacían mayores, se iban retirando de la zona donde los padres se encontraban, picaban algo y se enfrascaban en interminables partidas de póquer o ruidosos dominós.

No recuerdo el momento del crac, la edad. Esas cosas se borran rápido y tardan en aflorar. Sí recuerdo la velada, la botella y las bragas de Marta colgando del algarrobo, como una bolsa de plástico blanca entre los frutos maduros, ya negros, como si el viento hubiera querido llevárselas lejos y la madera vieja se hubiera interpuesto. Allí estaban, balanceándose apenas mientras yo, acurrucada detrás del agave azul, escribía el nombre de mi amor provisional para toda la vida sobre una de las hojas carnosas con la espina final de otra. Quería irme, podía ver la ventana de mi cuarto a unos pocos metros. No era capaz moverme. En una semana, la incisión secaría y dejaría la cicatriz de un nombre que, seguramente, ya habría dejado de interesarme.

Al día siguiente, me despertó un dolor de estómago que no era exactamente dolor, sino un agujero sin fondo. En casa nadie sonreía. En seguida nos dimos cuenta de que no íbamos a tener playa ni probablemente césped y piscina. Una sensación de mantequilla en las piernas, de carne sin hueso, el miedo sin razones aparentes y una enorme pereza a la hora de quitarme las braguitas y cambiarlas por el bañador. O asco. Retorciéndose las manos mi madre nos dijo tomaos el desayuno y quedaos en el salón con los cuentos y el parchís". Mi padre no nos miró al salir al porche.

Pensé que a lo mejor me había retrasado en la hora de llegar la noche anterior, pero no conseguí recordar cuándo ni cómo lo había hecho. Total, estábamos justo detrás de casa. Sólo las traseras de cuatro casas daban al desmonte, y una era la mía. Sólo los chicos mayores iban al algarrobo. A todos les gustaba Marta, mi amiga, pero nosotras no queríamos ir al algarrobo, porque éramos todavía pequeñas, porque las chicas no iban y porque ellos hablaban de cosas que no entendíamos y aun así daban vergüenza.

Todos querían tocar a Marta, porque era rubia, parecía una muñeca o una fotografía americana. Y ella, además, para hacerse la mayor, presumía de saber dar besos con lengua. De lo otro, no, lo otro fue cosa de ellos.

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