Posibilidad de un nido

Nos jodéis la vida entera

Nos jodéis la vida entera
Imagen de Alexa en Pixabay

A esa mujer le tocaron los pechos un día en el metro camino del instituto. Acababan de empezar a crecerle. El hombre apretó contra su muslo el pene erecto, se le plantó delante y le pasó repetidamente el dorso de la mano sobre los pezones recientes. Tenía doce años y se quedó paralizada. No supo qué hacer. Ella allí, detenida en el hielo del espanto, y los dedos de aquel tipo sobre su cuerpo una y otra y otra vez. Una vez fuera, lloró. Aquel día se sentó en un banco y faltó a clase. Cuando le tocaron por segunda vez, se bloqueó de nuevo, y decidió no volver a viajar en transporte público. Decidió ir andando al colegio, un camino de cerca de una hora a pie. Su madre le preguntó con desconfianza a qué venía salir tan pronto cada día. Le dio vergüenza contestarle. Empezó a llegar tarde al colegio, perdió clases, ganó broncas, suspendió asignaturas. Se convirtió en otra a ojos de su familia, a ojos de sus profesoras y, finalmente, de sí misma. Algo que se rompió en ese tiempo, permanece ahí aún hoy, que sigue, a sus 40 años, sin viajar en transporte público. Con todo lo que eso significa en la vida diaria de Madrid.

A esa otra mujer, un día la arrinconó su jefe en una esquina. Empezó regalándole flores y bombones. Insistía en llevarla a cenar, en tener conversaciones íntimas con ella. Ella se negó durante semanas, meses, hasta que él decidió pasar a la acción. Esperó a que estuviera en el cuartillo de los cafés y se le pegó al cuerpo, metió la cabeza en su cuello, le pasó la lengua, le apretó un pecho con la mano. Ella lo rechazó de forma contundente. En realidad, llevaba desde siempre rechazándolo. A partir de ahí, la rabia. El jefe respondió a la negativa haciéndole la vida imposible en la empresa. Ella pensó que se le pasaría, que se fijaría en otra. No fue así. El acoso y el maltrato laboral, la humillación constante, la llevaron a la depresión, y de ahí a la calle. Tuvo que volver a casa de sus padres, en una pequeña localidad de Aragón con 37 años y una vida en teoría ya armada para durar. No volvió a Barcelona.

A esa otra mujer su abuelo le obligaba a masturbarlo. Empezó a meterle la mano en las braguitas cuando era una niña, no recuerda la edad. Pasó años poniéndole el pene en la mano y eyaculando sobre ella. Era tan pequeña que creía que era pis. Lo olvidó durante una temporada. Cuando recuperó el recuerdo, disoció, empezó a beber y a drogarse habitualmente, pasó temporadas de sexualidad extrema y otras de negación radical de su cuerpo, se autolesionó. De ser una joven directiva brillante, ambiciosa y con futuro pasó a cometer errores en el trabajo, rendir poco y mal. Mañanas de resaca, noches sin memoria, amaneceres en habitaciones violentas. En poco tiempo acabó convertida en un personaje grotesco del que reírse o a la que violar en estado de inconsciencia. Lo perdió todo. Todo lo construido y lo que podría haber sido. Sencillamente, no es.

No hay daño pequeño. No hay agresión sexual que no deje su marca indeleble. Se puede trabajar mejor o peor, o no trabajarla en absoluto. No es fácil ni, desde luego, resulta barato. Permanecen el miedo y la rabia, por supuesto. Pero hay más, mucho más. Nos modifican la vida entera, nos convierten en otras, nos empobrecen económicamente, nos exponen a daños mayores. Nos joden la vida. La vida entera. 

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