Culturas

El arte y la crueldad de la vida

DE AQUÍ PARA ALLÁ // Martín Casariego, escritor

No hay libro tan malo que no tenga algo bueno, afirmaba Plinio el Joven, y la sentencia la repetía Cervantes en El Quijote. Seguramente esa frase se pueda aplicar también a los monarcas.

El peor rey de España
Fernando VII pasa por ser el rey más desastroso de la Historia de España, pero fue el gran impulsor del Museo del Prado. El edificio de Villanueva iba a ser, en principio, un gabinete de curiosidades. Con Carlos IV se decidió que fuera una pinacoteca, nutrida con las colecciones reales y los cuadros de Murillo del Hospital de la Caridad de Sevilla. Fue creciendo, en espacio y en cuadros, a lo largo de dos siglos, pero crecer ilimitadamente puede ser un problema, y, durante la Transición, una comisión del Parlamento resolvió que los cuadros posteriores a 1881 –año en que nació Picasso- no podían estar en el Prado. Ahora, por fin, ha terminado la ampliación más ambiciosa de su historia, después de diez años de trabajos y polémicas. El rey, Juan Carlos, eligió como fondo para la fotografía oficial de la inauguración del "cubo de Moneo" el famoso cuadro de Gisbert, El fusilamiento de Torrijos, general ajusticiado, junto a otros liberales partidarios de la Constitución de 1812, por orden del peor rey de España.

Nunca te arrepentirás de ir a un museo
Me he arrepentido de bastantes cosas a lo largo de mi vida, pero jamás me he lamentado de ir a un museo. Y el Prado, seguramente el mejor museo de pintura del mundo, es una pequeña luz que ilumina el paso del hombre por la Tierra, y que nos consuela de tantas atrocidades, de tantas injusticias. Aunque en él se guarden cuadros tan estremecedores como Los fusilamientos del 3 de mayo, o grabados como los de los Desastres. O también por ello.

Aquellas excursiones del colegio
Seguramente mis padres me llevaron alguna vez al Prado, antes de ir con el colegio, pero no lo recuerdo. En el colegio en el que estudié me llevaron, también, a una fábrica de embutidos. Vimos el proceso completo, no sólo cómo salían los chorizos de las máquinas y cómo se empaquetaban, sino también cómo conducían a los cerdos en fila, mediante pequeñas descargas eléctricas, hacia el lugar en el que iban a ser colgados de un gancho y degollados. Jamás he vuelto a un lugar así, mientras que, por el contrario, he regresado al Prado. No es que pretenda comparar ambos lugares, si no es para resaltar el contraste, pero he de agradecer que me llevaran a aquella fábrica. Aspiraban supongo, a darnos una educación bastante completa: el arte, y la crueldad de la vida.

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