Punto de Fisión

Venezuela non grata

Venezuela es un peligro para los Estados Unidos, alguien tenía que decirlo, y no ha sido Hermann Tertsch ni Paco Marhuenda, sino el mismísimo presidente Obama. Líbreme Marx (me refiero a Groucho) de pensar que el régimen de Nicolás Maduro es un ejemplo perfecto de democracia, pero la declaración obamita suena fea en un país presidido por un negro donde cada semana la policía mata a un negro indefenso a balazos y a los asesinos con placa los sacan a hombros del juzgado. Como sigan a este ritmo, cualquier día le toca a él, por llevar el color de piel equivocado. Mientras las teleseries norteamericanas tipo CSI arman complicados rompecabezas a lo Agatha Christie para descubrir a un asesino, la televisión y las redes sociales nos muestran día a día que el perro guardián de la democracia mundial se comporta exactamente como un perro guardián: a dentelladas.

Hace poco, en una calle de Los Angeles, veíamos a un vagabundo reducido en el suelo al que acribillaban a tiros porque a los policías de turno les entró la flojera de gatillo; ya puestos, en lugar de un tiro, le pegaron cuatro o cinco. En pocos minutos la zona estaba acordonada y protegida por unos cuantos gorilas uniformados, como si en vez de una esquina del sueño americano aquello fuese una barriada chunga de Caracas o, mejor, un episodio cualquiera de The Shield, esa extraordinaria teleserie donde los polis campan a sus anchas entre las mafias locales y las importadas, imponiendo la ley a hostias y negociando sus porcentajes con traficantes, asesinos y proxenetas.

Siempre he defendido (y muy pocos me apoyan) que The Shield es el gran salto cualitativo en el policíaco audiovisual, más aun que la magnífica The Wire. Lo es no sólo en cuanto a puro espectáculo, estudio de personajes, desarrollo argumental y potencia dramática, sino sobre todo en su impresionante calado moral. Mientras que The Wire, con todo su realismo y su análisis documental, sigue siendo básicamente una historia de polis buenos y traficantes malos, The Shield es una tragedia sespiriana donde la maldad, la codicia, la hipocresía y la mentira se entremezclan con los buenos sentimientos y la balanza de la justicia. Cada hombre, blanco o negro, que se sienta en la Casa Blanca quisiera ser Jimmy McNulty, pero en realidad es Vic Mackey. Un matón.

A Obama le dieron un premio Nobel de la Paz como si le hubiera tocado una estrella de sheriff en una tómbola. Mira a un lado y otro de la calle y sólo ve jaleo en el local Venezuela; ni se entera de las matanzas de estudiantes, los secuestros, las guerras de cárteles y el flujo de sangre y drogas que tiene ahí, al lado mismo de su comisaría, en el hotel México. Un poco más abajo, en la taberna Honduras, hay una ciudad, San Pedro Sula, considerada la más peligrosa del mundo, por encima de Bagdad o Kabul. Para qué hablar del resto de Centroamérica, de esos países donde los derechos humanos no valen ni el papel en que están escritos. Cuesta un poco tomarse en serio a este tío Tom a caballo pegando órdenes de búsqueda y captura de Nicolás Maduro mientras, con dinero saudí, el Estado Islámico vende niñas a miles al mejor postor, arrasa ciudades, degüella cooperantes en directo y quema vivos a seres humanos. Es curioso, pero los prisioneros del Estado Islámico llevan el mismo mono naranja que los presos de Guantánamo, esa cloaca legal que Obama prometió clausurar hace ya ocho años. A lo mejor los compran en el mismo sitio y les hacen descuento. Cuando a estas alimañas se les acabe el arte mesopotámico y decidan continuar por Nueva York o por Chicago (una amenaza que ya hizo en su día Al-Baghdadi), lo mismo asistimos por televisión a otra película, la segunda parte del ataque a las Torres Gemelas. Es lo que pasa cuando el petróleo sigue siendo el negro de moda.

 

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