Una vez dije que King Crimson es una religión y que no hay manera de explicar una religión a quien no cree en ella, de la misma manera que para un creyente cualquier explicación sobra. Sus evangelios están escritos en trece álbumes de estudio, dieciocho en directo, varios recopilatorios y un centenar largo de conciertos de sus distintas épocas, pero en Filmin acaba de estrenarse In the Court of the Crimson King, un documental titulado con el nombre del primer disco de la banda, allá por 1969. Toby Amies deambula con su cámara en los pasillos de los hoteles y las tarimas de los escenarios, en busca de secretos inconfesables, intimidado por la ironía y la mala leche de Robert Fripp, cerebro, corazón y alma de un proyecto único por el que han pasado más de treinta músicos. "No estás haciendo las preguntas correctas", regaña Fripp a Amies, medio en serio, medio en broma, como si en cualquier momento fuese a despedirlo o a enseñarle a hacer un documental. "La respuesta es más sencilla que todo eso", le dice desde el fondo a Jakko Jakszkyk, séptimo y último de los vocalistas de la banda, que balbucea como un niño ante su profesor en un examen.
Fripp advirtió una vez que King Crimson no es tanto una banda de rock como un proceso de aprendizaje y una forma de hacer las cosas. También puede decirse que es un estado de ánimo, una orquesta cuántica, una conjunción astral que aparece y desaparece cada tantos años, un cometa obedeciendo a una órbita propia. La energía enloquecida, la furia, la melancolía abisal, la endiablada matemática, la espesa tristeza en la que se mueven no tiene parangón incluso en los parámetros desmesurados del llamado rock sinfónico o rock progresivo. Hay algo decididamente extraño en la música de King Crimson, algo que va más allá de las intrincadas telarañas de ritmos, de los acordes rotos y las escalas despedazadas, de la alucinante cacería de algo que puede ser belleza pero también desesperación.
Centrado en el último avatar de la banda –ese intratable monstruo de dos guitarras, bajo, teclados, saxo y tres baterías— en el documental faltan varios nombres esenciales a los que no hubo ocasión de entrevistar. En particular, yo eché en falta a John Wetton, fallecido en 2017, bajo y voz principal en la que muchos consideramos la trilogía fundamental de los setenta. Cuando Fripp decapitó por primera vez al rey, en 1974, tras la deslumbrante sucesión de Himalayas que culminó con Red, Wetton quedó desamparado, un vagabundo del rock que fue rebotando de aquí para allá, de una banda a la siguiente, en busca del paraíso perdido.
Siete años después, Robert Fripp rehízo King Crimson en un cuarteto tan radicalmente diferente que Bill Bruford parecía otro batería y él otro Robert Fripp. El guitarrista Adrian Belew recogió el testigo de Wetton sin saber que en 2003, fecha del último disco de estudio –The Power to Believe—, iba a repetir también su trayectoria de estrella errante, el destino de tantos huérfanos del Rey Carmesí. En el documental Belew presta testimonio a la amargura y la nostalgia de haber estado allí, afirma sinceramente que lo necesitan más que nunca, pero parece no entender que King Crimson está en constante transformación, abandonando huesos y carne por el camino, alimentándose de fuego y ausencias, incendiándose para echar a volar desde sus cenizas.
Probablemente Fripp hubiera preferido una república, pero está claro que King Crimson es una monarquía y que el único rey es él. Intentó dejarlo poco después del primer disco, en el momento en que dos de los miembros fundadores, Ian Mc Donald y Michael Giles, anunciaron su marcha. "He estado tratando de entregarle King Crimson a otra persona durante al menos 45 años", confesó una vez. Su nivel de exigencia abarca no sólo a los músicos, pipas y tramoyistas, sino también al documentalista, a quien reprocha que sus preguntas estén perjudicando sus ensayos e incluso sus actuaciones. El demiurgo paranoico que desde hace décadas se parapeta en el escenario sentado en una silla –la antimateria del guitarrista del rock— sorprendió a los crimsonianos durante la pandemia con unos videos muy graciosos en los que tocaba y hacía el tonto junto a su esposa, la cantante Toyah Willcox. Sin embargo, de gira con su leviatán de siete cabezas, reaparece el jefe de pista tenso y milimétrico, el rígido arquitecto a mitad de camino entre un tirano y un maestro zen.
Una monja que asiste cada noche a los conciertos asegura que King Crimson es otra manera de rezar, otra manera de buscar a Dios. Bill Rieflin, el antiguo batería de REM que se unió a la hidra de tres cabezas en la percusión, junto a Gavin Harrison y Pat Mastelotto, resulta el confidente idóneo, la voz más humana, divertida y trágica del documental. Enfermo terminal de cáncer, murió en marzo de 2020, antes del montaje final. En 1974, harto de las estupideces y compromisos del negocio musical, Fripp abandonó la música para profundizar en los estudios espirituales de Gurdjieff en compañía del académico John G. Bennett. El punto clave del metraje es el silencio de más de dos minutos que emplea Fripp en revelar lo que le dijo Bennett, quien moriría poco después, en el momento de conocerlo. El silencio en que embarranca King Crimson después de cada reencarnación, el silencio que aguarda tras la música, el que amenaza siempre con su disolución. Un silencio cortante y cristalino en el que una lágrima asoma de sus ojos, rompe la pétrea máscara de su rostro y fluye por los abandonos, los divorcios, las pérdidas, la vida, la muerte, la esperanza, la fe. "Nunca te olvidaré".
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