Del consejo editorial

Gorvachov, revisitado

CARLOS TAIBO

La mayoría de los artículos que en estos días se anticipan al vigésimo aniversario de la desaparición del muro de Berlín subraya el papel prominente y afortunado que, veinte años atrás, asumió Mijaíl Gorbachov, el último presidente soviético. Aunque a mundo he subrayado que la historia será, al cabo, dura con Gorbachov, lo cierto es que los elogios a su figura, al menos entre nosotros, no han amainado.

Es sabido, de cualquier modo, que la valoración que el personaje suscita ha resultado ser distinta a los ojos de sus compatriotas y a los de los cenáculos intelectuales y periodísticos occidentales. Tal vez ello explica por qué en 1996, con ocasión de unas presidenciales rusas en las que Gorbachov concurrió como candidato, un 90% de los alemanes interrogados sobre a quién votarían, caso de poder hacerlo, mencionó el nombre del último presidente soviético, quien, sin embargo, recibió en las urnas el respaldo de menos de un 1% de sus compatriotas...

Son varios los hechos que explican esta alarmante disparidad de apreciaciones. Uno de ellos nos recuerda que para muchos rusos o ucranianos, antes que el reformador audaz retratado por los medios occidentales, Gorbachov fue un discreto apparatchik que intentó, sin más, salvar la cara a la burocracia dirigente en la URSS. No deja de tener su relieve, por cierto, que entre 1985 y 1991 el último presidente soviético se negase a someter al dictamen popular la condición de privilegio que le correspondía.

En el sentido que acabamos de glosar, Gorbachov fue antes un neoburócrata que un revolucionario empeñado en cambiar el mundo. Bien sintomático parece al respecto que en ningún momento de sus años de dirección coquetease con algo que oliese, ni de lejos, a un horizonte autogestionario. La perspectiva de retirar poder a la burocracia en provecho de su entrega a los trabajadores no estaba en el genotipo de un dirigente cuyas apuestas se redujeron a dos: bien la defensa cabal de los privilegios de la burocracia mencionada, bien una aceptación –primero soterrada, luego más bien franca– de las miserias del capitalismo occidental. Este último hilo conductor obliga a recordar, en paralelo, que Gorbachov realizó a los EEUU de Reagan claras concesiones sólo tangencialmente justificables por la debilidad que acosaba al país que encabezaba.

El derrotero de nuestro personaje después de la desaparición de la URSS, en 1991, no ha sido más estimulante. Ahí están, para certificarlo, su afición al cobro de formidables emolumentos por las conferencias a las que era invitado y su respaldo a las políticas que entre 2000 y 2008 desplegó Vladímir Putin en Rusia. La certificación, claro, de que al personaje no le faltaron virtudes –ahí están su designio, no siempre llevado a la práctica, de no hacer uso de la fuerza y su tolerancia ante la liberalización informativa que se verificó en los años de la perestroika– en modo alguno obliga a acatar la acrítica retahíla que en torno a su figura pervive fuera de las fronteras de la URSS de otrora. Esperemos, de cualquier modo, que hayamos aprendido a releer la historia final de la Unión Soviética cuando, dentro de un lustro, celebremos el cuarto de siglo de la desaparición del muro de Berlín.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política

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