Del consejo editorial

Los años perdidos de Europa

FRANCISCO BALAGUER

La pregunta ¿hacia dónde va Europa? es mucho más fácil de responder de lo que pudiera parecer: hacia ningún sitio. Se mueve sólo por la inercia del pasado y es esa inercia lo que produce la apariencia de que las cosas funcionan y de que nuestro retraso no es todavía un retraso histórico. Pero es sólo una apariencia.
Si pensamos en los últimos ocho años de la Unión Europea nos daremos cuenta de hasta qué punto esa inercia sigue llenando de autocomplacencia las declaraciones de los políticos europeos en abierto contraste con la realidad. Esos años han sido claves en la historia de Europa por muchos motivos. Ante todo, por el estancamiento que ha supuesto para Estados Unidos la era Bush. Con la primera potencia mundial empantanada, la coyuntura no podía resultar más favorable para que Europa apretara el acelerador de la unión política y diera un fuerte impulso al proceso de integración.

Esa oportunidad se ha dejado pasar y el modelo europeo sigue siendo el mismo que hace cincuenta años. Después del Tratado de Niza, la reflexión sobre el futuro de Europa debía de haber conducido a la consecución de una integración política mucho más intensa. En lugar de eso, seguimos dándole vueltas a un Tratado que ya se ha quedado muy corto para la Europa de la segunda década de este siglo, en la que el contexto internacional está cambiando a un ritmo vertiginoso. Las potencias emergentes han incrementado notablemente su presencia en el escenario mundial y son hoy un fuerte contrapeso a la hegemonía americana. Especialmente China, que juega ya un papel importante, no sólo en Asia sino también en África o en Iberoamérica. Rusia, por su parte, ha recuperado una gran parte del poder de la antigua Unión Soviética gracias a la fortaleza que le proporcionan sus recursos energéticos. La UE, que hace apenas una década miraba a Rusia con condescendencia, la contempla hoy con preocupación creciente.
Otros países (como India o Brasil) siguen creciendo a un ritmo acelerado con un potencial demográfico, territorial y económico que les garantiza una voz propia en el escenario mundial. Mientras tanto, pese a que ningún estado europeo tiene ya -por sí mismo- una dimensión que le permita hacer frente al proceso de globalización, todos siguen compitiendo entre sí en el contexto internacional, dispersando esfuerzos e incrementando la debilidad de la UE. En la lucha por los recursos energéticos, en las políticas migratorias, en la gestión de los intereses estratégicos y en otros muchos ámbitos, la Unión Europea sigue estando a merced de los planteamientos nacionales –muchas veces enfrentados-– de los estados miembros.
El resultado de estos años perdidos es que Europa tiene una capacidad de maniobra cada vez más reducida. Los estados miembros de la UE han desperdiciado todo este tiempo en la búsqueda de un modelo de integración que supere las deficiencias del actual. Frente al paso acelerado que la globalización está imponiendo, la UE sigue avanzando como una enorme tortuga que lleva en su caparazón el pesado escudo de todos los intereses estatales. La presión de esas placas nacionales es cada vez más fuerte y convierte cada avance en un movimiento agónico. Cuando se acerca el final de esta década, la UE sigue viviendo de las reformas que se hicieron en los años noventa del pasado siglo. ¿Qué ocurrirá dentro de unos años cuando se comiencen a aplicar –en la mejor de las hipótesis– reformas que estaban diseñadas para diez años antes?

Francisco Balaguer es Catedrático de Derecho Constitucional

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