Sólo una cosa me ha dejado desolada de las elecciones americanas: frente al cambio, la esperanza, la euforia europea (ha ganado el nuestro, como con Eurovisión), frente a la sensación de que frente a tiempos difíciles nacen líderes interesantes, ¿de qué hablar ahora en las cenas de compromiso?
Extinguida, por antigua, la polémica de las palabras de la reina, susurradas al oído y gritadas luego de boca en boca: perdidos en la nada, por insulsos, los cotilleos sobre famosos que tanto nos entretuvieron durante los años menos dolorosos y menos críticos. Prohibidas, porque así es la sociedad, un oasis entre el mundo y el placer, las quejas, los lamentos, las frases agudas y agónicas sobre la crisis. Desaconsejables, porque el ego desborda todo, pero no debe explayarse en estas ocasiones...
¿De qué hablar? Nos enseñan poco en la escuela. No nos enseñan a defender ideas, no declamamos, no poseemos capacidades retóricas. Salvo el encanto personal, contamos con pocas armas para enfrentarnos a esos desconocidos que se sientan junto a nosotros, al otro lado del centro de flores, a lo largo de una eterna cena, una comida, una reunión que finaliza con la mirada fija en la copa de vino y las dudas sobre si nuestro panecillo es el de la izquierda o la derecha.
Pero siempre hay alguien que va un paso por delante. Alguien que ve lo que nosotros aún no atisbamos. El pasado fin de semana me entregué, bajo el edredón y la pereza, a la lectura de un libro delicioso: Manual de supervivencia en cenas urbanas. Sus autores, los muy cosmopolitas Sven Ortoli y Michel Eltchaninoff, recurren, como los recetarios de la abuela para limpiar mejor el mármol o conseguir marido, a un viejo truco: la filosofía.
¡La filosofía! ¿Cómo detectar a los pesados, a los pedantes? ¿Cómo enfrentarse airosos a un grupo que nos observa con atención y con crítica mirada? Platón, Voltaire, Carl Schmitt. Popper. Stielgler. Estudiamos cosas mucho más estúpidas para complacer a quien nos mira.
Comentarios
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