Desde lejos

Tortura humana

En el ensayo Sed de sangre. Historia íntima del combate cuerpo a cuerpo en las guerras del siglo XX (Crítica, 2008), la historiadora Joanna Bourke investiga el comportamiento de un gran número de soldados estadounidenses, británicos y australianos en las dos guerras mundiales y en la de Vietnam. Si algo queda claro tras su lectura es que la actitud de esos ejércitos –y sin duda de otros muchos– hacia los prisioneros y civiles no siempre respetó la Convención de Ginebra y las normas morales básicas: en situaciones complicadas (que en la guerra
son casi todas), era habitual por ejemplo asesinar a los detenidos en lugar de trasladarlos a un campo.

Los primeros Convenios de Ginebra se firmaron en 1864 y se referían a los heridos de los campos de batalla. Tras el horror de la Gran Guerra, se ampliaron en 1929 para incluir el trato a los prisioneros y de nuevo en 1949 para extender esas normas a los civiles. Todavía en 1984, la Asamblea General de la ONU aprobó una Convención contra la Tortura. No parece, sin embargo, que en la práctica se respeten esos compromisos, según han demostrado Wikileaks y el diario The Guardian con sus filtraciones sobre Irak.
Causa estupor descubrir que, al menos los británicos, no se han limitado a emplear la tortura contra los iraquíes, sino que la han sistematizado en manuales. ¿Tan impunes se creen los invasores, con sus tanques y sus bombas y el gran poder económico mundial detrás de ellos? ¡Qué bestialidad!, nos apetece exclamar. Pero me niego a utilizar esa palabra: no conozco a ninguna bestia que torture a sus congéneres. Sólo al ser humano.

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