Dominio público

'Court Fighter' edición Post-ETA: Titiriteros vs Fundación Franco

Jaime Montero

Miembro de la Asociación Libre de Abogados y profesor de Derecho Penal en el Centro de Estudios del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid

Jaime Montero
Miembro de la Asociación Libre de Abogados y profesor de Derecho Penal en el Centro de Estudios del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid

El último año puede calificarse de un año aciago para la libertad de expresión, pues empiezan a mostrarse con virulencia las consecuencias de las últimas reformas del Código Penal, que dibujan el estrecho cauce por el que debe discurrir la expresión de las ideas, ahora, en nuestro país.

La prisión de los titiriteros, después exonerados, el enjuiciamiento del concejal Zapata o de Cassandra, la condena de César Strawberry, los juicios pendientes del rapero Pablo Hasel, y otros tantas personas anónimas que han sido condenados, o esperan juicio, por la imputación de delitos de expresión, no son explicables sin acudir a tres factores.

El primero de ellos, la propia Ley. La introducción en el año 2015 por parte del PP de un delito de incitación al odio y a la violencia elefantiásico en el artículo 510 del Código Penal, que más que un precepto del Código Penal parece una cláusula de exclusión de responsabilidad de un contrato de seguros, ha convertido en delito lo que antes resultaba zafio, grotesco, ridículo o sencillamente de mal gusto, ampliando las fronteras del derecho penal hasta prácticamente cualquier expresión políticamente incorrecta.

Un ejemplo de ello lo tenemos en la condena, conocida ayer, de un joven de 21 años precisamente por la comisión de este delito al publicar en su cuenta de Twitter frases como la siguiente: "53 asesinadas por violencia de género machista en lo que va de año, pocas me parecen con la de putas que hay sueltas", comentario que, o bien se hizo en serio y es producto evidente de un perturbado, o bien – y es lo más probable – resulta una broma macabra cuyo único objeto era escandalizar a su entorno. La reforma operada por la LO 1/2015, ha elevado la gilipollez a la categoría de delito, perseguible de oficio y castigado con penas de prisión de hasta cuatro años.

Otro tanto pasa con el delito de enaltecimiento del terrorismo del art. 578 C.P., incorporado por la LO 7/2000, de 22 de diciembre, y cuyas penas han resultado agravadas por el mal llamado Pacto Antiyihadista: se preserva la dignidad de las víctimas del terrorismo a golpe de prisión, sin que nadie haya alcanzado a explicar todavía porque resulta más necesario proteger la dignidad de éstas que la de las víctimas de agresiones sexuales, o la de los pacientes de cáncer, respecto de cuya dignidad nada dice nuestro Código Penal.

El segundo factor que ha de tenerse en cuenta tiene que ver con los poderes encargados de la persecución (ejecutivo) y enjuiciamiento (judicial) de los comportamientos delictivos que define el poder legislativo: no es casual que Guillermo Zapata sea investigado justo cuando jura su acta de concejal por Ahora Madrid, como no lo fue que los titiriteros fueran detenidos y encarcelados tras una actuación programada por el Ayuntamiento que gestiona dicho partido político.

Tampoco parece causalidad que los delitos de enaltecimiento del terrorismo sean trending topic de las estadísticas judiciales justo cuando ETA lleva años sin actividad, recordándonos las estampas de aquél Cid Campeador que ganaba batallas incluso después de muerto; diríase que alrededor del extinto terrorismo de ETA se generaron determinadas estructuras políticas, policiales, judiciales y de la sociedad civil que ahora se resisten a desaparecer junto con la banda terrorista que daba sentido a su existencia, y han descubierto en los delitos de expresión un nuevo maná de vida al que aferrarse.

No lo es, por último, que haya personajes públicos, que tuvieron responsabilidades políticas en los tiempos de los GAL, y que han justificado la existencia de dicho grupo terrorista sin verse sometidos a un proceso penal, o que los insultos a Pilar Manjón no hayan desembocado en una riada de sentencias condenatorias, pues el Poder, con mayúsculas, no es neutral, y la aplicación de las normas se hace siempre desde una perspectiva conservadora, en la peor acepción del término.

El tercero de los factores que posibilita haber llegado a la dramática situación actual de la libertad (vigilada) de expresión es la que justifica el presente artículo y he tratado de reflejar, parafraseando uno de los tuits delictivos de Strawberry, en el título: la errática actitud de la izquierda política y social ante la configuración de estos delitos de expresión, especialmente ante los derivados del denominado discurso del odio.

En efecto, en lugar de defender la libertad de expresión, o la no intromisión del derecho penal en el terreno de la difusión de ideas, parte de la izquierda de este país se contenta con exigir neutralidad a los poderes públicos en la aplicación de la norma cuya derogación deberían promover.

Así, desde la izquierda se ha reclamado en repetidas ocasiones que se enjuicie a todos los que han ofendido a Pilar Manjón en las redes sociales, así como se ha pedido que se investigue al portavoz del PP que ofendió a los familiares de los represaliados franquistas; hace no mucho, Ganemos Córdoba y el PSOE reclamaban a la Fiscalía que actuase ante las palabras homófobas de un obispo; y recientemente Compromis defendía directamente la "ilegalización" de la Fundación Franco, por poner sólo algunos ejemplos.

De este modo, vestidos con el traje de inquisidores, las organizaciones políticas y sociales de la izquierda justifican y legitiman el discurso punitivo de la derecha: ¿Cómo va a defender la libertad de expresión quien reclama a su vez el castigo de la expresión de ideas contrarias a su sistema de valores?

Desde la izquierda se debe, a mi juicio, reclamar libertad de expresión para César Strawberry, sí. Para los titiriteros, también. Para Cassandra , Hásel y otros tantos que se ven enfrentados a penas sencillamente por expresar públicamente ideas, más o menos afortunadas. Pero debe ser igual de firme en la defensa del derecho a expresarse de los sacerdotes y obispos, así como de los fascistas, supremacistas, racistas, machistas, etc.

No significa esto, evidentemente, estar de acuerdo con todo lo que se diga, pues la defensa de la libertad de expresión es compatible con la dureza de la crítica al contenido de lo expresado. Como ya he escrito en otras ocasiones, al totalitarismo no se le vence con más totalitarismo; al fascismo no se le vence con el fascismo, sino con la educación en libertad.

Añado, por concluir estas reflexiones, que ahora, en el aniversario de la detención de los titiriteros, parece un buen momento para iniciar este debate y plantearse, la izquierda institucional y social, la necesidad de derogar, o al menos modificar sustancialmente, ambos delitos.

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