"Cataluña se ha convertido en un territorio sin ley". "Se está cronificando el enfrentamiento". Con este tipo de argumentos, Ciudadanos lleva tiempo insistiendo en colocar la cuestión de la convivencia en el centro del debate público. Señalar al otro es una estrategia útil para exculparse a uno mismo. El relato no soporta mirarse al espejo de la realidad.
En efecto, a lo largo de la legislatura el partido de Rivera se ha convertido en un peligroso pirómano que ha incendiado la política española y catalana. Su permanente gesticulación muestra, en el fondo, su debilidad e impotencia tras la moción de censura. A partir de entonces, quedaron descolocados y en una posición subalterna. Además, Casado no es Rajoy y eso les ha hecho perder su ventaja en la pugna con el PP por la hegemonía de la derecha. Una vez en la oposición ni suman, ni son complementarios. Aislados como están en Cataluña y en España, Ciudadanos no aspira a más que a agitar el fantasma de la "amenaza separatista". A esa carrera, se ha sumado Vox con sus discursos de machismo, xenofobia y españolismo feroz que Ciudadanos se niega a rechazar. De ahí viene la intensificación de su reciente campaña de crispación, España Ciudadana. En Alsasua convocaron, por ejemplo, un acto de apoyo a la Guardia Civil junto a Vox que fue una provocación en toda regla y acabó con incidentes.
De hecho, Ciudadanos lleva meses protagonizando escenas de alteración de la convivencia. También ha puesto en la diana del escarnio público a diferentes colectivos, que luego han sido insultados, amenazados e incluso agredidos. En verano, por ejemplo, vimos como unas avionetas invadían con sus consignas el espacio aéreo de nuestras playas. O grupos de encapuchados y dirigentes como Arrimadas y Rivera convertían la retirada de símbolos en un espectáculo televisivo. Lo más grave se produjo con los enfrentamientos entre los partidarios de los lazos amarillos y los detractores de su partido. En una de sus concentraciones en Barcelona se agredió en repetidas ocasiones a un cámara de Telemadrid al confundirle con uno de TV3. Incluso el PP se desmarcó entonces de la tensión generada por Ciudadanos. Tras años actuando irresponsablemente y con los reflejos broncos de un partido profundamente recentralizador, ocurrió lo esperado. No resulta extraño que el PSOE haya relacionado el intento de asesinato del presidente Pedro Sánchez con la crispación de Cs y el PP.
La idea profunda de su programa es simple: los nacionalismos catalán y vasco son una alteridad negativa que amenaza la supervivencia de la nación española, única y homogénea. Según esa perspectiva, el independentismo sería el summum de la anti-España. Se puede trazar una línea de continuidad de esas coordenadas con la paranoia franquista del enemigo interno. No por casualidad, fueron muchos a quienes el discurso de Rivera sobre la "España sin complejos" o el "ni rojos ni azules, solo españoles" les evocó pasajes de las soflamas fascistas de Primo de Rivera.
En otros Estados europeos la conciencia nacional se consolidó tras la experiencia antifascista de la II Guerra Mundial. En cambio, en España no hubo tal consenso que actuase de mito relegitimador de la nueva comunidad nacional democrática. El hecho de no tener una memoria compartida de la guerra civil y del franquismo impedía la construcción de un patriotismo común y de tener unos símbolos para todos. Así se explica que ciertos grupos oligárquicos sintieran la necesidad de impulsar un nacionalismo reactivo tras la aparición de Podemos y el desafío independentista. Uno de sus objetivos era encender una movilización patriotera que permitiera cerrar filas. Como antaño sucedió con el ariete de ETA, la contraposición con el independentismo serviría como agente legitimador para reforzar una restauración del régimen del 78 por arriba y en clave centralista.
Con esos mimbres, resulta lógica la animadversión con la que Ciudadanos enfanga actualmente el debate sobre la cuestión territorial. A simple vista, esa estrategia puede ser eficaz a corto plazo. Sin embargo, es una operación arriesgada. Como hemos visto, pueden salir a la luz los demonios reprimidos de un nacionalismo que aún tiene cuentas pendientes con la democracia. Por eso, impugnar el frentismo de Ciudadanos no solo es una manera de defender la convivencia, sino que es una condición indispensable para desenmascarar su trasfondo reaccionario.
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