Faltan pocos meses a las elecciones europeas más importantes de la historia. Las probabilidades de que la extrema derecha irrumpa con vigor en el Europarlamento son más que tangibles: una posibilidad siempre más concreta que conllevaría a un verdadero terremoto político, con epicentro en Bruselas.
El alfil de la Unión (y máximo representante de lo que es Europa hoy en día) es el Presidente francés Emmanuel Macron: ningún otro líder de la UE aplica tanto al pie de letra los preceptos económicos dictaminados desde Bruselas. Es por eso que el surgimiento del movimiento de los chalecos amarillos, su afirmación y extensión al interno de una larga mayoría de capas sociales heterogéneas (indipendientemente del color político de cada uno) representa, de manera clara e inequivoca, el fracaso de las políticas neoliberales. El régimen de austeridad impuesto por una larga década (a partir del comienzo de la crísis económica de 2008) ha fomentado la desiguladad entre las clases medio-alta (que, en general, han salido enriquecidas) y una clase media y medio-baja en continuo descenso.
Centrándonos en el caso francés, la demolición del estado de bienestar (por un lado) y el empobrecimiento de la mayoría social (debido a los altos niveles de desempleo, la precarización del trabajoy la profundización de la crisis) han jugado un papel clave, en el surgimiento del movimiento de los chalecos amarillos. De hecho, la protesta montada por la subida del precio de la gasolina (que habría afectado un gran número de personas que viven en la periferia y trabajan en los grandes centros urbanos), ha sido el detonante de un descontento ya generalizado. Destaca la capacidad de atracción hacia una mayoría social transversal; la independencia con respeto a los colores políticos; la virulencia con lo cuál se han sumado los ciudadanos en tan poco tiempo, y el mismo respaldo gozado al interno de la población francesa, a pesar de las guerrillas en las calles. Según la última encuesta (anterior a las disculpas de Macron y la proposición de un paquete urgente de medidas) los chalecos amarillos gozaban del respaldo del 70% de la población. Un porcentaje tan alto, que no deja margen a duda de que estamos ante un rechazo contundente, profundo, y transversal: algo que va más alla de las tradicionales fracturas de izquierda-derecha, centro-periferia o choques generacionales.
Es el fracaso del neoliberealismo en Francia y en la Unión. Una política económica que no consigue satisfacer toda una serie de demandas sociales, apartadas de la arena mediática y política por demasiado tiempo. La violencia y los desórdenes generados por los chalecos amarillos son una respuesta a otro tipo de violencia: una de carácter institucional, silenciosa pero igual de dura y peligrosa, que deja sin apoyos a sus ciudadanos más necesitados. Políticamente huérfana, la mayoría social francesa ha optado por un levantamiento popular, en lugar de esperar una primavera política que, con buena probabilidad, habría tardado años en llegar. De hecho, en ausencia de:
- otras mayorías políticas inminentes (Macron ha conseguido pasar el obstáculo de la moción de confianza debido a la imposibilidad de conformar una coalición que consiguiera la mayoría parlamentaria) y,
- una fuerte representación parlamentaria de oposición, capaz de poner freno a la veraz política neoliberal de Macron
la solución tomada ha sido la más drástica pero, quizás, la más obvia y necesaria.
Está claro que, como por cualquier otro movimiento popular fuerte y transversal (se piense, por ejemplo al 15M), hay fuerzas que intentan hacerse con ello, buscando representar esas capas sociales marginalizadas e insatisfechas. He aquí donde se libra una de las mayores batallas comunicativas en tierra gala, entre Melenchon y Le Pen. El líder de la France Insumise ha conseguido meterse en esa lucha para hacerse con los chalecos amarillos a través del ecologismo (entendido como valor) y la movilidad sostenible (interpretado como conjunto de prácticas políticas y ciudadanas): temas que se discutirán por muchos años y con siempre mayor insistencia. A partir de esos dos puntos (estrechamente conectados) Melenchon intenta rehabilitar un partido que ha perdido la frescura y su carga renovadora.
Por otro lado, Marine Le Pen (lideresa del primer partido en Francia, según las últimas encuestas, por encima de En Marche), no necesita nuevos expedientes narrativos: el rechazo a Macron y a la Unión (tanto en temas económicos como exquisitamente políticos) forma parte del bagaje de la máxima representante de la extrema derecha gala.
En definitiva, los dos partidos en los extremos del tablero ideológico son los que más posibilidades tienen de aprovecharse (en términos electorales) de la protesta popular levantada contra Macron, sus políticas de corte neoliberal y, por ende, contra la misma Unión Europea.
Independientemente de como (y si) Macron consiga salir de esta crisis, hay unos datos inequivocables que parecen marcar el futuro de Francia en óptica de las elecciones europeas. El consenso de En Marche no llega al 20%. El apoyo a Macron se queda en apenas el 25%: uno de los datos más nefastos para un presdiente de la quinta república y después tan sólo un año de mandato (Hollande llegó a niveles tan bajos de consenso sólo en la fase final de su experiencia como inquilino del Eliseo). El alfil de la Unión está destinado a caer, de una manera u otra: la adversión generalizada tanto hacia sus políticas como hacia su misma persona (caracterizada por el discurso elitista, el aire soberbio y el tono autoritario) no le permite reavivar esa pequeña llama de esperanza que prendió el día en que arrebató la presidencia a la candidata da extrema derecha, Marine Le Pen.
El miedo a un avance neofascista permitió al líder de En Marche de conformar un frente amplio en contra del Front National. Una coyuntura necesaria, para que Emmanuel Macron diese el paso decisivo hacia el Eliseo, en una carrera sin otros adversarios, frenados por escándalos de corrupción (Fillon) y por el desgaste de capital político (Valls y el PSF). Sin embargo, el sueño de mantener el respaldo del primer día se quedó como tal. Y no podía ser de otra forma. Entre neoliberalismo y neofascismo, se escogió lo que se supone ser el mal menor para la democracia. El movimiento de los chalecos amarillos es, por lo tanto, una respuesta social a un problema político que se veía venir desde hace tiempo: una política que no ha conseguido ofrecer respuestas adecuadas, y que ahora los ciudadanos exigen cuánto antes.
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