Quizá la mayor fuerza de la ultraderecha consista en su capacidad de instalar una dimensión ficticia en el debate público, obligándonos a proyectar en todas partes su presencia y sus palabras, a filtrar lo que sucede a través de sus prismas inventados. Ese fantasma hoy vuelve a sobrevolar Francia, donde el fenómeno Zemmour hace imposible atender a la larguísima precampaña presidencial sin que un estado de ánimo se imponga sobre el resto: ¿qué pasaría si esta vez fuera la definitiva? Y si no lo es, como parece que indican las encuestas, ¿cómo distinguiremos el momento en que Europa decide conscientemente lanzarse hacia el vacío? ¿Dónde está exactamente el punto de no retorno? ¿Y qué se puede hacer para evitarlo?
Como explicó recientemente Elizabeth Duval en estas páginas, quizá lo que temamos no sea tanto la fuerza electoral de la extrema derecha como confrontarnos con aquello que realmente expresa, con el deseo latente del que estas figuras —cada vez más descarnadas, cada vez con menos límites en su discurso— son un síntoma. La popularidad de Zemmour es interesante en este sentido porque no parece venir de una construcción ideológica original, sino de un registro anímico y emocional. Por ahora, Zemmour no tiene programa; su discurso no es más que una mutación sofisticada de los tópicos de la ultraderecha europea (que también tiene sus variantes: unas más virulentas, otras más transmisibles, adaptándose a las condiciones propias del lugar). La novedad de Zemmour consiste en poner a Francia ante un espejo en el que, muestres lo que muestres, solo aparece reflejado el abismo: la decadencia, la yihad, la guerra civil, la violencia, el miedo. El país, dice Zemmour, no ha dicho su última palabra, pero quizá sí haya dicho la penúltima: una palabra de agonía y de fin de los tiempos. Ese es el gesto en que reside su fuerza.
Las pasiones que moviliza Zemmour son la constatación de una formidable angustia colectiva, como si en el interregno total en que vivimos —geopolítico, económico, existencial— la única vía libre para la imaginación política fuera esa distopía en que se mezclan los fantasmas del pasado, los malestares del presente, y el terror como única ligazón con el futuro. En Zemmour hay la promesa de acelerar esa decadencia lenta, insoportable, de un mundo que agoniza pero se resiste a morir: él promete llevarnos de inmediato a la gran confrontación, al momento sin vuelta atrás, a la hora de la verdad. La idealización de un pasado firme, anclado, sin ambigüedades ni matices, es perfectamente compatible con esta pulsión macabra. Todo lo que le aterra —la guerra civil, la violencia desbocada, la pérdida de la esencia y la identidad de Francia— es en última instancia lo que él representa: ése es en realidad su programa.
En apariencia, la irrupción de Zemmour es justo lo que necesitaba Emmanuel Macron para asegurarse una reelección sin disputa. La fractura del campo lepenista, hasta ahora su principal contrincante, parece haberle despejado el camino: los sondeos dicen que Macron ganará ampliamente contra cualquiera de sus adversarios. El salto cualitativo que representa Zemmour, esa virulencia añadida que hoy hace pasar a Marine Le Pen por una figura centrada, puede además insuflar nuevas fuerzas a un frente republicano —la unión de todos contra Le Pen, la defensa negativa de la República— que necesita un monstruo nuevo tras haber desgastado ya a varias generaciones de electores. Claro que quizá sea pronto para aventurar predicciones: la esfera pública francesa vive una situación caótica, marcada por la descomposición de los campos políticos a izquierda y derecha. La desintegración de la oferta política ha bajado hasta el 16% la barrera para pasar a segunda vuelta en los sondeos. En un escenario tan volátil e incierto, mal harían en confiarse las fuerzas del macronismo.
De hecho, la solidez aparente de Macron no es más que una posición relativa. Poco queda de aquel júbilo celebratorio de hace cinco años, de aquel delirio jupiteriano que prometía a los franceses un retorno por la vía tecnocrática a los años de gloria (esa otra idealización del pasado). El affaire de los submarinos ha puesto al macronismo ante otro espejo roto: el de una Francia herida en su orgullo geopolítico, en su voluntad de mantener una imagen de sí misma como gran potencia, desorientada ante un mundo que ya no dirige y cada vez comprende menos. La grandilocuencia voluntarista de Macron, su reacción airada convocando a su embajador en Washington, no ha hecho más que enfatizar su impotencia y la desproporción de sus ambiciones. Algo parecido ha sucedido con su política europea: aquel proyecto de reforma sintetizado en el discurso de la Sorbona (merece la pena leerlo, es de bellísima factura) tuvo el mismo problema que todas las grandes promesas del macronismo: no se ha acercado siquiera a tocar la realidad material del continente. Parece paradójico, pero la insistencia de Francia en dotar de grandes palabras el armazón europeo no suple esa asfixiante sensación de pérdida. Al contrario, la ha reforzado.
Bajo el suelo del macronismo hay otro agujero, otra forma de angustia por la decadencia de Francia. Ese es el vacío que Macron ha pretendido disimular con la reiteración cansina (y fallida) de sus ocurrencias modernizadoras, que hoy ya no confunden a nadie. Consciente de ello, el presidente que prometió convertir a Francia en una start-up nation (qué tiempos aquellos en los que PSOE, PP y Ciudadanos se liaban a codazos para hacerse la foto con él) lanza hoy un plan de inversión pública masiva en industria e infraestructuras, se propone reorientar la globalización y, de nuevo, dotar de soberanía real a Europa. Para ello se apoya en la inercia que, a la espera de la coalición alemana, parece haberse instalado en Bruselas: un pragmatismo más o menos dirigista, sin base social, sin programa real ni dirigencia política —una especie de transformación económica desde arriba, desprovista de política y de ideología—. Siguen siendo materiales endebles para combatir el fantasma de la ultraderecha en Europa. Sin un horizonte material alternativo, sin un contrato social radicado en la refundación democrática de Europa, sin todo aquello que Bruselas y Macron han reprimido a conciencia en la última década, no les queda más que atrincherarse en una posición defensiva. Mientras, el abismo sigue avanzando con su amenaza de impregnarlo todo.
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