Julio del 2018. El Partido Popular vive su peor momento político tras ser expulsado del Gobierno mediante la primera moción de censura exitosa de la democracia. Sin embargo, la panorámica es mucho más adversa. Tras dos años gobernando en minoría, el principal partido de la derecha decide enfrentar la convocatoria del referéndum de independencia de la peor forma posible. Posteriormente, las elecciones catalanas comienzan a romper la hegemonía del PP.
Los datos hablan por sí solos. En pocos meses la formación casi desaparece del Parlament de Catalunya y pierde, por primera vez desde el 2011, la primacía demoscópica. No lo hace ante su histórico rival (PSOE), sino ante un competidor hasta ahora junior que decide disputarle, ahora de forma clara, la hegemonía de la derecha (Ciudadanos). En esta coyuntura Pablo Casado es elegido líder en base a dos objetivos vinculados. Rearmar la oposición para volver al gobierno y zanjar la disputa del bloque ideológico a su favor. Camino de los cuatro años desde ese momento, el liderazgo de Pablo Casado no presenta, a título personal, ningún gran éxito. Un hecho que, en tiempos donde los liderazgos son pasto seco que arden, puede colocar al presidente del PP ante su último ciclo electoral.
El resto de la historia es por todo el mundo conocida. La inmolación de Ciudadanos no trajo consigo el retorno de la hegemonía del PP, sino la entrada de un (no tan) nuevo actor que aprovechó la crispación nacionalista y la debilidad de la derecha para crecer. Vox tuvo su momentum en Andalucía, pero el surco nacía de la polarización que tanto Ciudadanos como el Partido Popular llevaban meses alimentando ante la llegada del PSOE al gobierno gracias a la nueva mayoría plural de la investidura. En política hay que saber entrar, pero siempre ayuda que alguien te deje la puerta entreabierta.
Desde finales del 2019 Casado optó por validar las tesis de contagio que demuestran cómo la radicalización de los partidos de centro-derecha beneficia principalmente a las formaciones radicales de derechas. Una idea básica de la teoría de agencia: la legitimación de ideas extremistas beneficia a quienes las han traído al debate, no a quienes la siguen. Generado el deseo de consumir la original, toda marca blanca sabrá a poco, si se quiere ver de otra forma. Un aspecto que debería colocar la lupa sobre el oasis particular madrileño. El perfil tecnopopulista de Ayuso, que tantos estímulos mediáticos genera, podría ser sociológicamente inexportable y electoralmente improductivo para el PP nacional. Un nuevo voto en Madrid puede conllevar uno menos fuera. De nuevo, seguir el discurso de Vox puede ser contraproducente.
Sin embargo, lo que parece haber tocado significativamente la imagen de Pablo Casado ha sido su posición frente a la pandemia. Desde el estallido del coronavirus, más de la mitad del electorado del Partido Popular tiene poca o ninguna confianza en su presidente. Para comparar, el porcentaje de votantes del PSOE que no confían en el actual jefe del Ejecutivo solo supera escasamente el 30%. Inversamente, menos de la mitad de sus votantes le prefiere como presidente del Gobierno. Anteriormente al estallido sanitario la preferencia entre los suyos se situaba en un cómodo 70%. A pesar de estas cifras, la tasa de fidelidad y las fugas hacia Vox no han variado significativamente. A excepción de momentos concretos, el Partido Popular consigue retener a 7/10 votantes y solo expulsa el 10% hacia Vox (el doble que hace dos años, pero una cifra todavía lejos de ser alarmante).
Ambos rasgos (un líder cuya imagen se ha precarizado enormemente, pero un partido que aguanta la embestida de Vox) colocan en una posición extremadamente difícil a Pablo Casado. Las elecciones en Castilla y León, como próximamente Andalucía, responden a una necesidad de revitalizar al líder de los populares en una carrera de fondo en la que el oxígeno comienza a escasear enormemente. Como se puede comprobar en los gráficos, Abascal y Ayuso no generan, todavía, una atracción importante entre el electorado del Partido Popular. Los problemas de oferta, y no tanto de demanda, consiguen que la lealtad de las siglas salve por el momento a Casado. Hay desafección e impotencia, pero esto no se ha traducido en una crisis sistémica.
Casi cuatro años después de su elección en primarias el PP no ha podido desprenderse de su escisión radical. Su estrategia de contagio, ser más radicales que los propios radicales, no ha dado frutos y los populares viven en una paradoja perpetua de la que difícilmente hay salida. Vox no es lo suficientemente fuerte para convocar al fantasma del sorpasso, pero su notoria relevancia en los distintos arcos parlamentarios constriñe al PP a entenderse con él para gobernar, intensificando la política de bloques que facilita, precisamente, la supervivencia de Vox. Desde la cuna hasta la tumba por una relación de necesidad y miedo.
El posicionamiento respecto a la reciente reforma laboral es paradigmático. Una estrategia de abstención podría seducir al PSOE y romper la mayoría de la investidura. Sin embargo, se opta por apretar este último bloque intensificando el eje ideológico y, colateralmente, el nacionalista. Un marco que aferra a los propios, pero también da oxígeno a Vox. De nuevo, entre marca original y marca blanca, la primera siempre gana. Optar por la abstención conllevaría costes hundidos, pero revitalizaría un eje de gestión que el PP necesita. Significativa la última encuesta de 40dB, que invalida uno de los dogmas más repetidos en los últimos años: la derecha no es percibida como la que mejor gestiona la economía y el empleo. Austria, Italia y Dinamarca tienen en común haber presenciado cómo los partidos de derecha radical adelantaban a los de centro-derecha. En los tres casos por un empeño de los moderados en parecerse a los radicales. Que en España no haya pasado no significa que no pueda pasar. A Pablo Casado le queda pocas vidas, pero le quedarán menos si sigue queriendo ser más de Vox que Santiago Abascal. Si legitimas nuevas reglas de juego, luego no puedes lamentar haber perdido la partida con ellas.
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