Dominio público

Cuando Putin era dios por la gracia de Juan Carlos I

Ana Pardo de Vera

El rey de España, Juan Carlos I, recibe del presidente ruso, Vladímir Putin, su condecoración como Premio Estatal de Rusia en 2012. ATLAS
El rey de España, Juan Carlos I, recibe del presidente ruso, Vladímir Putin, su condecoración como Premio Estatal de Rusia en 2012. ATLAS

En un momento de polarización tan extrema que sirve para los absurdos de atacar al Gobierno por su presunta cercanía al "comunista" Putin, neofascista imperialista de libro, y a pedir que se disuelva la OTAN en plena invasión de Rusia a Ucrania -porque no hay un momento mejor que una guerra como ésta para cargarse la única herramienta (muy cuestionable, sí) que nos queda ante la ineficiencia de la Unión Europea en materia de Defensa-, ha pasado desapercibido el mayor de los vínculos que nos une al presidente ruso salvo para Jaime Peñafiel, que no pierde ripio y por algo es uno de los periodistas que mejor conoce a la Casa Real junto a Ana Romero.

Cuenta Peñafiel, en una crónica del pasado domingo en El Mundo, cómo nuestro exjefe de Estado y hoy rey emérito compartió algo más que chupitos de vodka con el presidente de la Federación de Rusia, Vladímir Putin, en las numerosas visitas privadas que le hizo al margen de su actividad oficial como máxima autoridad de España, alguna de ellas ya con Corinna Larsen como acompañante. La alemana era -y supongo que lo seguirá siendo- una experta conocedora del mercado ruso, como del árabe. Es allí, en ese oscuro y desigual mercado, atrapado por la propiedad pública y las oligarquías afines al régimen de Putin, donde Larsen y el emérito se movieron como pez en el agua. Y es ahí, creo yo, donde se fraguó una amistad que podría parecer imposible a tenor de los caracteres opuestos de ambos mandatarios, el Borbón campechano y el frío exagente de la KGB que ahora monopoliza a su Inteligencia con mano de hierro.

Peñafiel nos recuerda al pobre Mitrofán, el oso ruso afable y amigable al que emborracharon para que don Juan Carlos no se fuera con las manos vacías de su caza mayor organizada por Putin para su amigo... y socio, en cierta medida. Lo del plantígrado es anecdótico en esta historia de intereses mutuos, que así funcionan en general las relaciones del emérito, pero representa a la perfección la miseria de los comportamientos humanos por muy rey que seas y por muy presidente ruso añorante de imperios zaristas por los que te jactes de invadir países soberanos.

Es imposible ignorar en plena ofensiva ultranacionalista de Putin cómo Juan Carlos I intentó vender España a Rusia por un buen puñado de rublos para él y su amante Larsen. Por el medio -lo supimos después- estaba el millonario mexicano Allen de Jesús Sanginés-Krause, cuya amistad con la pareja Borbón-Larsen saltó a la luz pública al conocerse que era él quien llenaba de dinero las tarjetas black de, al menos, la reina Sofía y sus dos nietos, Victoria Federica y Froilán de Todos los Santos. El bueno de Sanginés-Krause fue el representante del grupo ruso Lukoil en un asalto de Putin al mercado energético español, concretamente a Repsol, con el aval del entonces jefe de Estado, Juan Carlos I.


Casi nada, ¿imaginan? Repsol en manos de Putin a través del control del 30% de sus acciones, que pasarían a manos de los gigantes rusos Gazprom y Lukoil. Hasta Mariano Rajoy, entonces líder de la oposición, y la Unión Europea (UE) se volcaron en 2008 al apoyar a José Luis Rodríguez Zapatero, entonces presidente del Gobierno, que nunca creyó verse en semejante tesitura: Juan Carlos I, jefe de Estado y rey, presionando al Ejecutivo de España para que Putin-Rusia cumpliera su objetivo de hacerse con el control de la empresa española.

Las presiones del emérito sobre Zapatero, las llamadas del Kremlin al rey que luego filtraban desde Moscú para acorralar al Gobierno del PSOE, el cabreo de Juan Carlos al ver que ni desde La Moncloa ni desde el PP ni desde Bruselas le apoyaban,... adquirieron dimensiones de crisis institucional que, no obstante, el Gobierno y Repsol capearon bastante discretamente para lo que aquello supuso. El episodio lo recogemos con detalle Albert Calatrava, Eider Hurtado y esta plumilla en nuestro libro La armadura del rey (Roca Editorial y, en catalán, Ara Llibres), pero me resistía a dejar de recordarlo en un momento que se pretende de buenos y malos bien definidos, cuando, en realidad, y como en todas las cosas, la mezcla de unos y otros en todas partes es muy difícil de delimitar.

¿Qué habría pasado hoy si el rey se hubiese salido con la suya en 2008 en una operación mediante la cual la Casa Real pretendía vender miserablemente al Gobierno y a los españoles? Vaya usted a saber, y menos mal que no hemos de analizarlo, pero el quid de la cuestión es la mentira flagrante que el jefe de Estado quiso colar al país para satisfacer sus intereses, los de Putin, los de Larsen en sus negocios compartidos y los del millonario mexicano. El enfado real fue antológico cuando la operación no dio sus frutos, aunque finalmente el Gobierno consiguió acariciarle y bajarle los pelos erizados del lomo con una "cumbre energética" -así la llamaron- a la que convocaron a medio Gobierno ruso incluido su presidente entonces, Dmitri Medvédev. Putin era el primer ministro de la Federación de Rusia, se iban intercambiando el puesto para garantizar la omnipresencia del de la KGB, que siempre llevó el bastón de mando.


Aquella cumbre en La Moncloa, que movilizó recursos públicos y a los gobiernos español y ruso en una farsa institucional de dimensiones grotescas en la que estuve presente como periodista, ajena entonces a lo que se cocía tras el escenario, se hizo nada más que para tranquilizar al emérito y garantizarle que los negocios de Larsen y Sanginés-Krause en el mercado ruso podían continuar sin manchas en el currículo de comisionistas de ambos. Y hubo negocios posteriores, sí, aunque según varios de los protagonistas de entonces, pertenecen al ámbito privado de Larsen y por tanto, las instituciones se desentendieron porque no implicaban a España. Estando el emérito con la alemana varios años más, no obstante, parece una afirmación muy osada. La punta del iceberg ruso.

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