Dominio público

Dos años desde que nos fuimos

Beatriz Gimeno

Diputada por Podemos en la Asamblea de Madrid y responsable del área de igualdad de Podemos en la Comunidad de Madrid

Dos años desde que nos fuimos
Dos sanitarios aplauden en la Fundación Jiménez Díaz de Madrid.- Ricardo Rubio / Europa Press

Estos días hace dos años del decreto que nos confinaba en casa. No sabíamos entonces cuándo saldríamos, nos invadía a todas una sensación de extrañeza absoluta, de incertidumbre, no sabíamos qué nos esperaba. La mayoría  teníamos también miedo. Por nosotras, por nuestras familias, por las personas mayores. No quiero olvidarme del dolor de aquellos días, con los fallecidos contándose por miles, por decenas de miles, y la enfermedad acechando a cada familia. El confinamiento puso a la sociedad frente a un espejo, el del bienestar material o su carencia; que siempre está ahí, claro está. Pero que en aquellos días se hizo notar más que nunca. Unos pasamos aquellos 100 días en casas confortables, con luz y espacio, sin temor económico por el futuro. Otras personas sufrieron aquello en casas pequeñas oscuras, incómodas, sin espacio y con el miedo en el estómago por la incertidumbre ante lo que venía. Tengo en la cabeza a los mayores de las residencias, aquellos que fueron condenados a una muerte segura y horrible por una decisión política. El recuerdo del confinamiento guardará siempre una parte del horror, pero guarda también la memoria de mi propia e intransferible experiencia.

Yo tuve suerte.  Mis padres son mayores pero no les pasó nada. Mi casa es suficiente, recibe mucha luz,  fui una privilegiada durante el confinamiento y fui consciente de ese privilegio todo aquel tiempo. Tampoco tuve miedo por mi trabajo, ni tuve ningún temor económico. Desde esa posición, aquellos 100 días supusieron para mí recogerme de una vida que, por entonces, me pesaba.  Ahora, dos años después, me quiero permitir reconocer que, seguramente, el confinamiento fue uno de los periodos más felices de mi vida; y ese reconocimiento me provoca al mismo tiempo un enorme sentimiento de culpa.

Porque cuando llegó el confinamiento yo me fui de mí misma y descansé. Se detuvo el ritmo de la vida que llevaba desde hacía muchos años. Me vi obligada parar de golpe.  Parar radicalmente de un día para otro no es algo que hubiera hecho nunca siendo adulta. Me recordó los largos periodos hospitalarios de mi niñez, me devolvió a aquellas horas que yo recuerdo como felices. Mucha gente que ha pasado meses en un hospital o en la cama, con enfermedades no graves pero que obligan al encierro, sabe lo que eso significa. Dependiendo de las circunstancias puede ser terrible o, a veces, casi una bendición. Hace dos años yo iba subida a un bólido, e iba así desde hacía mucho tiempo. No podía parar, no podía dormir, no sabía descansar, me comía la angustia. De repente, el bólido dio un frenazo en seco y me quedé en casa. No había nada que hacer, ningún sitio al que ir. No había que preocuparse de perder el tiempo, el tiempo se perdía solo. Ni siquiera era comparable a estar de vacaciones. En las vacaciones se hacen cosas, se viaja, se va a cine, se tiene ocio. Durante el confinamiento no había ocio, ni no-ocio, sólo había tiempo. Ni siquiera se podía comprar. Se podía leer, ver películas, mirar por la ventana y ver el sol salir, luego ponerse. Tuve aquellos días una percepción extraordinaria del tiempo, casi podía escucharlo. Me podía escuchar a mí misma respirar, pensar.

El mundo exterior era otro y tan extraño que era como estar en otro planeta, uno tranquilo. No había coches, nos rodeaba el silencio. Un silencio que jamás volveremos a escuchar. La ciudad parecía un decorado y sobrecogía. Me sentía extraordinariamente sola, metida en mi casa en una ciudad vacía sobre la que hubiera caído una bomba de neutrones y yo fuera la única habitante y, al mismo tiempo, acompañada como nunca. Con tiempo y ganas de hablar y compartir con amigas y familiares. Hablar pausado, hablar de lo que nos pasaba, sin prisa, sin tener que salir corriendo a ningún sitio, ni vernos obligadas a comentar nada de una actualidad que había desaparecido. Ni prisa,  ni impaciencia, ni angustia, ni necesidad. Casi se podría decir que era una especie de descanso, o exilio, del capitalismo productivista. Éramos otras personas, estábamos fuera, en un no lugar.

Las yerbas crecían en los alcorques, y los conejos se adueñaban de las rotondas. Al abrir las ventanas de mi casa, donde está siempre el sonido de la autopista, no se escuchaban más que pájaros. Recuerdo cómo caían las tardes muy despacio y yo las miraba caer tumbada en el sofá, sintiendo que todo ese tiempo era mío, que me pertenecía. Luego, los aplausos eran el momento de terminar con el día y dar paso a la noche. Y esos minutos del aplauso nos hermanaban a todos los vecinos. Sí, sabíamos que era falso, pero aun así nos lo queríamos permitir, deseábamos sentirnos cerca unos de otros. Deseábamos pensar que los otros nos  importaban: nuestras personas queridas pero también las y los sanitarios, la gente que se esforzaba por nosotras, queríamos mostrarnos solidarios y amables. El odio no tenía presencia en esas tardes de primavera  y de un verano que comenzaba por entonces vacío de gente y que se extendía por el cemento pensando que era campo. Sí, el odio nos llegaba  por la televisión, en los gritos de partidos que no abandonaron un minuto la crispación, pero durante unos meses, lo que pasaba en la televisión parecía irreal y absurdo, porque la realidad éramos nosotras y nosotros, viviendo en casa, con tiempo, con silencio, con miedo, con esperanza, con mucho dolor mucha gente, con tranquilidad otra mucha, con impaciencia, pero sin odio.

Creo que todas y todos teníamos la esperanza de salir mejores de aquello, o al menos de que la vida después de aquel parón nos resultara buena, mejor. La esperanza duró muy poco y dos años después el presente, y el futuro, aparecen negros. En estos días confusos y oscuros tengo que reconocer -con culpa- que daría cualquier cosa por volver al útero del confinamiento.

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