Dominio público

La superioridad racional de la izquierda

Elizabeth Duval

Filósofa y escritora

La superioridad racional de la izquierda
Una pareja se fotografía en el mural de la alcaldesas de Barcelona, Ada Colau (i) y de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, en la primera jornada del festival Primavera Sound, hoy jueves en el Parc del Fòrum de Barcelona. EFE/Alejandro García

Hace tiempo que ya no entendemos nada. En general, asisto a reacciones atónitas por parte de la gente de izquierdas que veo en mi entorno: o bien no comprenden cómo gana Ayuso, o bien no entienden el ánimo general, o bien no entienden el auge de lo reaccionario, o bien no entienden cómo se pierde o gana un país, o bien no entienden nada. La noción de la superioridad moral de la izquierda ha sido sustituida por una presunta superioridad racional de la izquierda, que hace casi que algunas echemos de menos la primera.

La pregunta que esos benévolos izquierdistas se plantean podría formularse así: ¿por qué hay ola reaccionaria si sube el SMI, baja el paro hasta cifras históricas, se conquistan derechos, se gobierna? Es una pregunta absolutamente estéril que transcribe una concepción imposible de la política: el libre arbitrio racional entre varias opciones, según factores objetivos. Si se me apura, esa concepción imposible de la política es también una concepción imposible de lo humano: las personas como seres capaces de un libre arbitrio racional entre varias opciones sin intervención de afectos, pasiones o apetencias. La pregunta que yo me formularía sería otra: ¿por qué y cómo nos hemos creído que una buena gestión, o una gestión eficaz, o una gestión racional, evitaría en algún caso una ola reaccionaria?

Ignacio Sánchez-Cuenca comentaba cómo la mayor sensibilidad a la injusticia de las personas de izquierdas provoca el desarrollo de cierto sentimiento de superioridad moral; a sus ojos, ese sentimiento está legitimado, porque la sensibilidad a la injusticia y el ajuste moral de los izquierdistas sería superior al de liberales y conservadores, más exigente. ¿Qué implica pasar de ese marco a uno que hable de presunta superioridad racional? Ya no es que nos reivindiquemos moralmente mejores: nos decimos que sabemos gobernar, en base a datos, y que nuestra gestión es más eficiente que la suya.

Llegamos a concebir que es imposible que alguien inteligente sea de derechas. Pensamos que el votante de derechas vive engañado, no como el de izquierdas, y que es más probable que un derechista sea imbécil a que lo seamos nosotros. Elaboramos nuestros argumentarios con los datos que mejor nos convienen; si hay fenómenos internacionales que van en nuestra misma dirección, los obviamos o nos convertimos de ellos en las puntas de lanza, identificándolos como fenómenos nacionales en lugar de atender a su carácter global; si hay fenómenos internacionales que no nos convienen, los nombramos como obstáculos que nos impiden la actuación política. La mala gestión es del otro. La gestión eficiente es la propia. Lo demás son excepciones. Y lo propio, lo nuestro, es la pureza.

El marco de la superioridad moral tenía una grandísima virtud: nos permitía comprobar que, detrás del telón de la política, se ocultan importantísimas diferencias morales. El marco de la superioridad racional, en cambio, oculta que la batalla real (la discursiva puede ir por otros derroteros) nunca ha sido la de ser más eficientes o mejores gestores; incluso la mayor eficiencia o mejor gestión puede ser analizada en términos morales. La eficiencia y la gestión son términos orientados a unos resultados; estos resultados no están exentos de una visión humana, la visión humana reaparece con un regreso de la moral.

Los turbocapitalistas no son imbéciles: lo que tiende a suceder es que les importan otras cosas distintas a las que nos importan, y las priorizan, y las convierten en el centro de su eficiencia, en su máxima reguladora. Los votantes de Ayuso no eran imbéciles: a algunos les daban relativamente igual las barbaridades, porque ella prometía abrir sus bares y, tras esa promesa, lograba convencer de que la economía (y sus economías) irían mejor con los bares abiertos, frente a los primeros signos de fatiga pandémica.

Los votantes de izquierdas no son necesariamente ni más inteligentes ni más racionales: basta con darse un paseo por Twitter para comprobar que todos nos dejamos llevar por los ánimos de la turba y que nadie está exento de ser un forofo. La política no va de fenómenos racionales: va también, sobre todo, de sentimientos. No importa el bolsillo: importa el sentimiento frente al bolsillo. No importa la situación objetiva: importa la percepción subjetiva de la situación personal y de la situación del país. Y ambas, porque todo se construye, pueden diferir de formas curiosas (e ideológicas), como arroja la última encuesta del CIS.

Hay una última cosa que hace de esta presunta superioridad racional de la izquierda una lacra en comparación con la superioridad moral. El análisis anterior concebía la existencia legítima del otro, sus divergencias... e incluso se planteaba preguntas sobre su comportamiento moral, pudiendo llegar a comprenderlo. En el análisis "racional" (por favor, no obvien las comillas) no hay comprensión posible. El otro es un imbécil sin salvación, un forofo (no como yo), un fanático (no como yo), un sinvergüenza (no como los míos). El otro ha sido engañado y nosotros somos los únicos que han abierto los ojos. Si se parte de ahí, no hay salida; mejor dejarse engañar.

No se llegó al Gobierno prometiendo una mejor gestión de sus cositas; el espacio político de Unidas Podemos no llegó al Gobierno con la intención de ser mejores gestores de lo mismo, o reclamando simplemente subir el SMI, bajar el paro, aumentar los contratos indefinidos o bajar las pensiones. A la gente le importan sus pensiones y sus vidas, pero no son tan importantes las abstracciones. Se llegó con otro impulso y se alcanzó con otros deseos. Esos deseos no eran promesas de gestión, y esas promesas traicionadas generan decepciones y resentimiento; el momento actual de la izquierda es un momento de resentimiento.

Si nos preguntamos qué ha sucedido para que la izquierda no movilice hoy a su base social, quizá encontremos más la respuesta en nuestros fracasos que en nuestros éxitos, más en nuestros cuchillos y menos en nuestras conquistas; si somos incapaces de comprender qué está pasando a nivel moral para que la derecha sí movilice a la suya, e incapaces de comprender las cosas que la derecha vaya haciendo bien, seremos como bocas que hablan a paredes, incapaces del más mínimo gesto que se salga del guion. Si no abandonamos la presunta superioridad racional de la izquierda, no podremos encontrar los motivos que nos llevan hoy a ser numéricamente inferiores a la derecha. Y eso sí que sería un acontecimiento trágico: perder y encima ser incapaces de comprender por qué hemos perdido.

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