Dominio público

Hay que meterle fuego al Tribunal Constitucional (o no)

Joaquín Urías

Profesor de Derecho Constitucional y exletrado del Tribunal constitucional

Hay que meterle fuego al Tribunal Constitucional (o no)
Sede del Tribunal Constitucional.

La mayoría progresista ha recuperado el control del Tribunal Constitucional. El Gobierno y los medios de comunicación que lo apoyan están exultantes como niños con zapatos nuevos. Los de la derecha, por su parte, que lo controlaban hasta hace unos días han empezado una campaña de desprestigio y deslegitimación de nuestro máximo órgano constitucional, porque les han quitado un juguete.

Unos y otros son unos irresponsables. No se dan cuenta, pero a base de anteponer los intereses propios a los del país y la ciudadanía están poniendo en riesgo todo el sistema democrático. Tanto que uno se plantea si, como están las cosas, no sería mejor simplemente meterle fuego al Tribunal Constitucional. No porque esté politizado, que no es algo negativo, sino porque quizás ya no sirva para nada más que para legitimar a un sistema cada vez menos libre. De los jueces que ahora tienen la mayoría y de su responsabilidad personal depende en gran medida el futuro del país. Y uno duda de si serán capaces de estar a la altura.

La elección política de los miembros del Tribunal Constitucional es totalmente razonable. Un órgano que tiene que tomar decisiones constituyentes necesita legitimación directa. El tribunal decide, por ejemplo, si la Constitución permite o no el aborto, si España es o no un Estado federal o si el matrimonio homosexual tiene cabida en un texto que exige que sea entre hombre y mujer. Ninguna de ellas son decisiones exclusivamente técnicas. El tribunal está obligado a formularlas de manera estrictamente jurídica, pero la perspectiva ideológica de cada magistrado va a influir decisivamente en el modo en el que aborda estas cuestiones. Por eso en todos los tribunales constitucionales del mundo la ciudadanía sabe qué magistrados son conservadores y cuáles no. Quiénes son feministas y quiénes centralistas.

Pero también es razonable la expectativa de que por encima de esas orientaciones ideológicas los magistrados y magistradas actúen de manera independiente, aplicando la Constitución con honestidad y sin recibir órdenes de nadie.

El problema español, pues, no es la elección política, sino que cada vez con más frecuencia los grandes partidos políticos eligen como magistrados a personas cercanas, con una formación jurídica e intelectual limitada y cuyo presente y futuro depende de que sean capaces de mantener el favor de esos partidos. No actúan como jueces libres, sino como peones sometidos a las órdenes de un partido u otro, que no van a dudar en exigirles apoyo incluso para el más pequeño de sus intereses tácticos. Un tribunal así no es ya que se vuelva irrelevante, como avisaba hace poco uno de los mejores juristas españoles, sino que se convierte en un peligro para la democracia porque legitima formalmente la injusticia y la opresión. Un tribunal de jueces vasallos, como el que tenemos hace ya dos décadas, se convierte en el mayor riesgo imaginable para nuestro sistema democrático. Como muestra, dos perlas: el daño que hace al sistema territorial y el destrozo que causa en los derechos fundamentales de los ciudadanos.

El gran fracaso constitucional español ha sido, sin duda, la articulación territorial del Estado. La Constitución de 1978 no fue capaz de pacificar lo que se llamaba ‘la cuestión regional’. El texto constitucional permite un sistema prácticamente federal en el que los territorios con mayor sentimiento identitario podrían disfrutar de un grado elevado de autogobierno. Las personas que viven en el País Vasco, Cataluña, Galicia, Andalucía, Valencia o Canarias -entre otras- tendrían la posibilidad de decidir cotidianamente su futuro creando sus normas  y aplicando políticas propias, sin necesidad de someterse a diario a las decisiones tomadas en Madrid.

Si eso no ha sucedido ha sido por culpa del Tribunal Constitucional. Ante la ambigüedad constitucional, este órgano, marcadamente centralista, lleva décadas recortando hasta la máxima expresión las potestades políticas y normativas de las comunidades autónomas. Esta constante actuación para convertir España en un Estado centralista no ha cesado, lo controlasen mayorías progresistas o conservadoras.

En ese punto, la inmensa mayoría de los magistrados y magistradas constitucionales han asumido sin complejos la indigencia mental de un nacionalismo español rancio y desfasado incapaz de aceptar algo que en los Estados Unidos de América o Alemania, por poner solo dos ejemplos, resulta indiscutible: un país puede ser fuerte y estar unido a pesar de que los distintos territorios que lo integran tengan sus propias normas jurídicas adecuadas a las necesidades y los ideales de su población. La solidaridad entre territorios, la justicia fiscal o el respeto a las identidades territoriales unen más en torno a un proyecto común que la unificación y la imposición desde el centro.

Un Tribunal Constitucional con peones sometidos a los intereses del partido que los promovió en vez de magistrados independientes e intelectualmente sólidos también seguirá siendo un tribunal centralista, por más que pase a estar a las órdenes del Gobierno en vez de a las de la oposición.

Más allá, si algo marca las últimas dos décadas de decadencia del Tribunal Constitucional es su afán de proteger al poder y sus privilegios por encima de los derechos de los ciudadanos. Unos magistrados dedicados a complacer y tener siempre contentos a los poderes que los nombraron difícilmente pueden cumplir su papel esencial, que es, precisamente, el de pararle los pies a esos poderes.

La esencia de la democracia son los derechos de los ciudadanos, que los convierten en libres e iguales permitiéndoles pasar del papel de vasallos al de soberanos. Frente a la arbitrariedad del poder público, la ciudadanía dispone de un espacio inexpugnable de libertad. En democracia, las personas tienen derecho a expresar su opinión aunque le moleste a los que mandan. Y tienen derecho a ocupar las calles y mostrar públicamente su rechazo a cualquier cuestión, por muy mal que le venga al gobierno de turno. Y a que, si cometen una ilegalidad, sólo se les condene tras un juicio con todas las garantías procesales necesarias pese a que haya personas poderosas deseando castigarlas. Los derechos hacen que los niños inmigrantes puedan ir al colegio sin que importe lo que los poderes públicos opinen de ello. Todas estas cosas y muchas más dependen, en última instancia, del Tribunal Constitucional.

Si en vez de magistrados tenemos a peones de un partido político u otro pasará, como viene ya sucediendo en España, que en todos estos casos dicten sentencias a favor del poder y, para no molestar a los amos de su destino, deterioren impunemente la calidad de nuestra democracia.

Los grandes partidos políticos y la mayoría de medios de comunicación presentan la renovación del Tribunal Constitucional como una lucha entre la derecha y la izquierda por controlar el sentido de sus decisiones. La derecha está que trina porque la izquierda, ahora exultante, ha conseguido el control. Es una perspectiva inaceptable.

Si la pelea política de los últimos meses sólo va a servir para que cambie el señor al que sirven una magistrados tan vasallos como mezquinos, más preocupados por sus intereses personales que por el futuro del país, será la sentencia de muerte de nuestra democracia.

Necesitamos un Tribunal Constitucional independiente. Sus magistrados pueden ser progresistas o conservadores. Es bueno saber de qué pie cojea cada uno y es razonable que predominen las tendencias que electoralmente han demostrado ser mayoritaria, porque eso permite orientar la sensibilidad con la que abordan la interpretación de la Constitución. Pero si no son independientes, si no van a atreverse nunca a plantarle cara al partido y el gobierno que los colocó en el puesto, da igual cómo piensen: estamos igual de perdidos. Si van a seguir actuando como la voz de su amo lo mejor es meterle fuego al Tribunal Constitucional. Esperemos que no.

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