Las últimas elecciones generales se le atragantaron a la derecha por muchos motivos, pero hubo dos personas, dos líderes políticos, especialmente decisivas para ese atragantamiento. Una se llama Oskar Matute; la otra, José Luis Rodríguez Zapatero. Figuras muy distintas, coyunturalmente unidas en un improvisado y no explícito frente popular, frente a las huestes posmofascistas. Ambos contribuyeron más que ningún otro, incluidos Yolanda Díaz y Pedro Sánchez, a dar la vuelta al temperamento fatalista que las últimas autonómicas y municipales habían instilado en eso que alguien llamara el pueblo de la coalición: un ancho segmento ciudadano no identificado estrechamente con uno u otro de los partidos dispuestos a impedir un Abascal vicepresidente o un torero franquista ministro de Cultura, sino con el bloque completo; con el Gobierno y con sus apoyos parlamentarios.
El bando republicano de una guerra civil (todavía) desarmada; de una resistencia nueva de la España ilustrada a la España fernandina, militancia mixta en un progresismo confederal presto a aplaudir a quienquiera que en cualquiera de esos partidos haga las cosas bien, tanto como a imprecar a quien las haga mal por más que pertenezca a la formación propia. Simpatizantes de Adriana Lastra, de Oskar Matute, de Pablo Bustinduy, de Tomás Guitarte; hostiles a Felipe González o Pablo Echenique; a todos aquellos que alzan pasiones mezquinas en horas que demandan magnificencia y nobleza. Matute y Zapatero demostraron pertenecer al primer grupo: ambos hombres muy de sus partidos, pero sabiendo serlo de formas no gratuitamente ofensivas para los otros; articular, a su modo, ese discurso confederal, esfuerzo de realce de los factores de unión en lugar de los de fricción, no precisamente escasos. Es una cuestión de contenido, pero también de tono, e impone una virtud que el expresidente y el diputado de EH Bildu poseen por igual, y esgrimieron en campaña: la vehemencia.
Vehemente es el poseedor, nos dice el diccionario, de «una fuerza impetuosa», «ardiente y lleno de pasión». De vuelta de un ciclo de esperanzas frustradas, de asaltos celestiales que no se produjeron y redundaron en sucias guerras intestinas, de un avance de los malos que ha llegado a parecer inexorable, es ciertamente difícil ser impetuoso o apasionado; pero a veces basta con ver ímpetu en otros para recuperar el que se ha perdido. Las victorias políticas, como las deportivas, se fabrican también con estos intangibles: el pesimismo de la razón apagado por el optimismo de la voluntad; la enloquecida fuerza del desaliento. Matute y Zapatero fueron impetuosos y contagiaron su ímpetu; un ímpetu que podía tomar la forma seria de un repaso a Espinosa de los Monteros o a García Ferreras o la forma bufa del viral «añañay» del expresidente en un mitin de Gijón, burla del Feijóo que acudía a Bruselas a cabildear contra su país. Hay una tradición en la izquierda de tomar del cristianismo milenarista que no deja de ser su origen el amor por el ascetismo, por los ceños fruncidos, por la renuncia a la diversión mientras no se produzca la Segunda Venida, pero los mejores gladiadores de la arena de la política saben que no se ganan batallas sin el arma de la risa, sin el bálsamo del humor.
Hay un dicho que dice que doctores tiene la Iglesia; y en España, nada se parece tanto a la Iglesia, fuera de la propia Iglesia, como el PSOE, partido longevo de historia procelosa, repleta de etapas poco edificantes, también de alguna loable, 140 años, en todo caso, que conforman un rico acervo experiencial, vademécum de adaptación a circunstancias cambiantes para ser en cada momento, como allá les gusta decir, «el partido que más se parece a España». Hoy comprende el PSOE que —como tuitea Tristán de Usera— hay tiempos para el minué y tiempos para el Sarri, Sarri, y estos son tiempos de Sarri, Sarri. Tiempos de vehemencia; de la vehemencia del bien frente a la vehemencia del mal. En la última semana, hemos asistido a dos momentos vehementes protagonizados por políticos del bloque de coalición. Uno serio, el otro bufo, ambos soberbios. El primero, la negativa de Patxi López a responder preguntas de un intoxicador ultraderechista; el segundo, el espléndido desempeño de Óscar Puente en la sesión de investidura, inspirado rafahernandismo socialista, esa procacidad disfrutona y dispuesta a bajar al barro que también hace falta, bien administrada, en un partido versátil y ganador. Ambos son políticos del PSOE. Y a quienes no somos del PSOE comienza a preocuparnos la falta de costumbre de que sean los nuestros quienes le proporcionen al procomún de la coalición esos momentos vehementes y estimulantes.
A la izquierda, no es que no se den momentos de vehemencia. Irene Montero ha protagonizado algunos excelsos; Enrique Santiago también fue meritoriamente vehemente en la sesión de investidura, aunque estaba limitado por el escaso tiempo disponible, etcétera. Pero el panorama general no es alentador a este respecto, ya se mire en dirección a la anodinia retórica de Sumar, casi un contraejemplo de total ausencia de vehemencia, de una desvehemencia deliberada, o a la vehemencia alevosa de un Podemos serio a machamartillo, pero nunca bufo, y que —como tuitea Jónatham F. Moriche—, da la vuelta al binarismo correcto: Habermas con los de casa, Schmitt con los de enfrente.
Vehemencia, no hay otra ciencia.
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