Dominio público

Yigal Amir estaría orgulloso

Pablo Batalla

De pocos países puede fijarse con tanta precisión como de Israel en qué momento se jodió el Perú, célebre pregunta que inicia la Conversación en la catedral de Vargas Llosa. Pronto será el vigésimo octavo aniversario. El 4 de noviembre de 1995, Yigal Amir descerrajó dos tiros a Isaac Rabin en la calle Solomon Ibn Gabirol de Tel Aviv; el primer ministro falleció desangrado en la mesa de operaciones cuarenta minutos después. Su asesino, prendido rápidamente, permanece en la cárcel desde entonces, condenado a cadena perpetua.

Un año después, Benjamin Netanyahu ganaba las elecciones por primera vez, y preguntaron a Amir qué le parecía aquella victoria. Amir había matado a Rabin por los Acuerdos de Oslo; Netanyahu había hecho campaña contra los Acuerdos de Oslo, que sancionaban la futura independencia palestina. Su Likud había bramado que retirarse de cualquier tierra «judía» era herejía y había organizado manifestaciones en las que se meneaban representaciones de Rabin en uniforme de las SS o la mira de un arma, al grito «Rabin asesino» y «Rabin traidor». El propio Netanyahu había acusado al Gobierno del laborista Rabin de estar «alejado de la tradición judía y de los valores judíos» y había dirigido la representación de una procesión fúnebre, con un ataúd y una soga, durante la cual se había gritado «muerte a Rabin». También se había alertado a Netanyahu de un complot sobre la vida de Rabin y se le pidió que moderara la retórica de las protestas, lo que se negó a hacer. Había, pues, motivos para intuir una simpatía del asesino ultraderechista de Rabin hacia el nuevo primer ministro, y quien la intuyó no se equivocaba. A través de su abogado, Yigal Amir hizo saber que estaba muy satisfecho. Por su crimen, que aseguró haber cometido siguiendo «órdenes de Dios», nunca ha mostrado el menor arrepentimiento.

No consta que se le haya preguntado a Amir por los acontecimientos actualmente en curso, pero cuesta imaginarse que no siga satisfecho; que no lo haya ido estando, de hecho, más y más a lo largo de los años, a la vista de un proceso que alcanza ahora el paroxismo. Netanyahu, ya completamente yigalamirizado, clama hoy por el cumplimiento de la profecía de Isaías por los Hijos de la Luz en guerra contra los Hijos de las Tinieblas, que el isaíaco vaticinio dejó dicho que serían extirpados algún día de Tierra Santa.

Corren tiempos de arqueofuturismo, nombre del sueño teorizado por el neofascista francés Guillaume Faye: retórica de caudillos veterotestamentarios, pero con arsenales, no de arcos y flechas, sino de ojivas nucleares. Netanyahu se suma a Putin, otro rétor de los agravios antediluvianos y las profecías convenientes, en la nómina de líderes ultranacionalistas que amenazan seriamente la paz del globo. El Israel actual es, sí, un país del que un terrorista condenado a cadena perpetua se sentiría orgulloso. El silogismo se hace solo: un Estado terrorista. 

Terrorismo —cabe recordar— es una palabra cuyo origen etimológico hace referencia, no a las acciones de grupos paramilitares, sino al terror de Estado, con la Terreur jacobina en el recuerdo. Pero en la práctica cotidiana del lenguaje pergeñado por el poder, terrorista no es quien comete actos de terror, sino aquel que no ha conseguido los objetivos de su comisión. En Jerusalén, una placa recuerda hoy el terrible atentado del Hotel Rey David, donde la organización terrorista Irgún, combatiente por la independencia israelí, masacró a 92 seres humanos el 22 de julio de 1946. Pero lo recuerda así: «Luchadores del Irgún a las órdenes del Movimiento de Resistencia Hebrea colocaron explosivos en el sótano. Se hicieron llamadas telefónicas de advertencia al despacho del hotel, al Palestine Post y al consulado de Francia, instando a los ocupantes del hotel a abandonarlo inmediatamente, pero no fue evacuado, y, después de 25 minutos, las bombas explotaron. Toda el ala occidental fue destruida y, para desolación del Irgún, 92 personas murieron». Como si, en el Hipercor de Barcelona, hubiera una placa con el anagrama de ETA, donde se explicara que, «to ETA’s regret», 21 personas fallecieron allí a pesar de que se había avisado a la Guardia Urbana, al propio Hipercor y al diario Avui.

Así se escribe la historia; al modo como bromea una viñeta que circula mucho por Internet y en la que dos reinos rivales contraponen «nuestro líder glorioso» a «su déspota malvado», «nuestra gran religión» a «su primitiva superchería», «nuestro noble pueblo» a «sus reaccionarios salvajes» y «nuestros heroicos aventureros» a «sus brutos invasores». Son procesos antropológicamente normales, más o menos inevitables, pero quienes miran el enfrentamiento desde fuera deberían —si no apoyar al objetivamente débil, a las víctimas de un apartheid que ya va para ochenta años—, no dejar de identificar a Netanyahu como lo que es: un fundamentalista siniestro, un mulá Omar sionista, al que es urgencia civilizatoria pararle los pies.

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