Dominio público

Estados Unidos y la Corte Penal Internacional: ni contigo ni sin ti

Jorge Rodríguez Rodríguez

Profesor de Derecho Internacional Público de la Universidad Complutense de Madrid

El Fiscal de la Corte Penal Internacional, Karim Khan, durante una intervención en apoyo de la CPI.- Yui Mok / Pa Wire / Dpa
El Fiscal de la Corte Penal Internacional, Karim Khan, durante una intervención en apoyo de la CPI.- Yui Mok / Pa Wire / Dpa

El 20 de mayo de 2024, el Fiscal de la Corte Penal Internacional, Karim Khan, comparecía públicamente para confirmar lo que ya estaba siendo un secreto a voces: la solicitud formal del arresto de tres alto cargos de Hamás, de Benjamin Netanyahu y de su ministro de Defensa, Yoav Gallant. La posición de Estados Unidos al respecto no se hizo esperar: acusaciones de antisemitismo y de falta de competencia de la Corte Penal Internacional para investigar los crímenes internacionales cometidos en Gaza desde el 8 de octubre de 2023. Esta reacción, sin embargo, no es una novedad. 

Estados Unidos cuenta con una relación cuanto menos disfuncional con el trabajo que desempeña la Corte Penal Internacional. Recordemos que ya en 2018, ante la apertura de la investigación de la Corte Penal Internacional en Afganistán, Estados Unidos, de la mano de Donald Trump, retiró el visado a la anterior fiscal, Fatou Bensouda, por la posibilidad de que ciudadanos estadounidenses pudieran ser juzgados en el marco de esta situación. Lo que estamos viendo actualmente, sin embargo, es incluso más grave, pues esas amenazas se están trasladando al conjunto de los funcionarios de la fiscalía, no solo contra la persona del fiscal. Es más, obligaron a que Karim Kahn tuviera que salir al paso para defender la imparcialidad de la Corte y, concretamente, la de su propio organismo. A diferencia de esta reacción lógica, donde desde la fiscalía se ha incidido en que "no nos dejaremos intimidar", en 2018 la situación fue diferente. Una vez Kahn asumió el mando, relevando a Fatou Bensouda, en el marco de la investigación de Afganistán decidió priorizar los crímenes cometidos por los talibanes y la rama afgana del ISIS, en detrimento de los cometidos por autoridades estadounidenses, que sí fueron considerados por Bensouda para solicitar la apertura de la investigación. Aunque parece que con respecto a Afganistán esa intimidación puede que sí surtiera efectos, el cambio de actitud actual, por ahora, es un alivio para todos los que creemos en el trabajo de la Corte.  

Pese a todo, hemos de enfatizar que Estados Unidos sí ha mantenido cierta colaboración con la Corte cuando le ha parecido oportuno. Así, por ejemplo, ha cooperado en más de una ocasión en la búsqueda y detención de fugitivos y participado en su propia extradición a La Haya. De hecho, Estados Unidos suministró pruebas a la Corte Penal Internacional de cara a respaldar la posterior orden de detención contra Putin, la cual fue saludada por el propio Joe Biden. Por otro lado, la apertura de los casos de Libia y Sudán, no siendo ninguno parte del Estatuto de la Corte, respondió a una decisión unánime del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, donde 3 de sus 5 Estados permanentes (Estados Unidos, China y Rusia), que tienen la posibilidad de vetar cualquier decisión que allí se tome, tampoco son parte de la Corte. Sin embargo, estas pequeñas muestras de tolerancia de Washington hacia La Haya no van más allá de los momentos y las circunstancias en las que Estados Unidos ha podido sacar cierto beneficio propio, como en el apoyo hacia la orden de detención contra Putin. Este comportamiento interesado se extiende, por supuesto, a otros organismos internacionales: véase, la OTAN; véase, el Banco Mundial, donde prácticamente monopoliza su presidencia. Su relación histórica, de hecho, con lo que compete a la justicia penal internacional va, igualmente, en esa línea.  

Me explico.  


Estados Unidos siempre ha contado con una posición realmente ambigua en lo que se refiere a la aplicación del Derecho internacional penal. Concretamente, en el panorama de la justicia internacional fue uno de los Estados impulsores de los Juicios de Núremberg (junto con la URSS y Reino Unido; Francia contó con un papel bastante residual, al venir de la ocupación nazi): la primera vez que se juzgó a individuos por la violación del Derecho internacional, o lo que es lo mismo, por la comisión de crímenes internacionales. Y, más aún: fue el Estado que controló, prácticamente de forma unilateral, los Juicios de Tokio; como se puede apreciar en la estupenda serie canadiense Tokyo Trial, de Rob W. King y Pieter Verhoeff. Posteriormente, como parte de su membresía permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, aprobó la creación de dos tribunales penales internacionales ad hoc para juzgar los crímenes cometidos en la guerra de Yugoslavia y el genocidio de Ruanda, ambos en la década de los noventa. Es decir, a priori parecería que existe un compromiso férreo contra la impunidad pero lo cierto es que solo respalda investigaciones a nivel internacional a favor de sus intereses, evitando aquellos contextos -Plan Cóndor, Nicaragua- donde sí contó con responsabilidad directa.  

No obstante, las negociaciones emprendidas en Roma en 1998 para la instauración de un tribunal penal internacional permanente (la actual Corte Penal Internacional) dieron muestra de que ese supuesto compromiso no era tan fuerte como cabía pensar. La idea con la que Estados Unidos acudió a tales negociaciones era diametralmente distinta a la del grueso de la comunidad internacional. De hecho, esta divergencia ha vuelto a salir a la palestra en los últimos días, cuando Karim Khan fue preguntado por las comentadas críticas recibidas a la acción de la Corte Penal Internacional contra autoridades israelíes. Él respondió: "Algunos líderes electos [de Estados Unidos] me lo han dicho de manera muy directa: esta corte ha sido creada para África y para matones como Putin... Nosotros no lo vemos así. Este Tribunal es el legado de Nuremberg". O lo que es lo mismo, para Estados Unidos, la Corte Penal Internacional no es un instrumento "internacional", pues ningún estadounidense, haga lo haga, e independientemente de dónde, podrá ser allí juzgado. 

Y aquí está la primera y principal confrontación: Estados Unidos nunca quiso un tribunal penal internacional que pudiera actuar de forma independiente contra cualquier persona que cometiera un crimen internacional en alguno de sus Estados parte. Por eso, mientras 120 Estados votaron a favor del Estatuto de Roma, que crea este tribunal, Estados Unidos fue uno de los siete que votó en contra, junto a China, Iraq, Israel, Libia, Qatar y Yemen. Pese a esa postura, el Gobierno de Bill Clinton firmó el Estatuto el 31 de diciembre del 2000 como acto de "buena fe" con los objetivos de la Corte, aunque sin que ello significara una obligación de cumplimiento del Estatuto. Con el cambio de administración, el Gobierno de George W. Bush se retractó de esta firma e indicó al secretario general de Naciones Unidas que ese acto en ningún caso podría interpretarse como una muestra de la intención de Estados Unidos de formar parte de la Corte en un futuro y que por supuesto no contaba con obligación jurídica alguna para con ella. Este arrepentimiento fue seguido también por Israel y Sudán, Estados que en su momento también firmaron el Estatuto de Roma. 


La retirada de la firma en mayo de 2002 fue solo el pistoletazo de salida a una serie de movimientos, tras la entrada en vigor del Estatuto, orientados a impedir por todos los medios posibles que un nacional estadounidense se sentara en el banquillo de la Corte Penal Internacional. Para ello, con el paso de los años Estados Unidos ha venido suscribiendo los denominados Acuerdos Bilaterales de Inmunidad (ABI): tratados en los que el otro Estado parte, independientemente de que sea o no parte de la Corte, se compromete a no extraditar, bajo ninguna circunstancia, a nacionales estadounidenses a La Haya. Una negativa ante esta propuesta suponía (y supone) un recorte en la asistencia exterior que Estados Unidos brindara a ese Estado. Una financiación de la impunidad estadounidense. Uno de los primeros ABI fue firmado, para sorpresa de nadie, con Israel el 4 de agosto de 2002. Como medida complementaria a los ABI se adoptó una ley interna: la conocida como la ley ASPA (American Servicemembers’ Protection Act - Ley para la protección del personal de los servicios exteriores norteamericanos). Esta norma prohíbe, entre otras cuestiones, que cualquier organismo federal, estatal o local asista o colabore con la Corte; que funcionarios de la Corte puedan realizar investigaciones en Estados Unidos y, por supuesto, extraditar a cualquier estadunidense a La Haya. Además, la ASPA confiere una prerrogativa al presidente estadounidense muy reivindicada en los últimos días por las altas instancias estadounidenses e israelíes: "utilizar todos los medios necesarios y adecuados para lograr la liberación de cualquier [personal estadounidense o aliado] detenido o encarcelado, en nombre de, o a solicitud de la Corte Penal Internacional".  

En definitiva, Estados Unidos fue uno de los principales impulsores de la creación del Derecho internacional penal contemporáneo. Varios de sus grandes intelectuales y juristas participaron en la creación de lo que hoy conocemos como "crímenes internacionales", ya definitivamente asentados como tales en un tratado internacional que crea el primer tribunal internacional penal permanente del que 124 Estados son parte. La arrogancia de la que sus autoridades llevan haciendo gala desde hace ya más de dos décadas, simplemente porque se les pida responsabilidades por las consecuencias derivadas de su política exterior, y por las acciones de aquellos a quienes apoya, está haciendo que las palabras pronunciadas por un nacional estadounidense, Robert Jackson, fiscal encargado de abrir los Juicios de Núremberg, hoy en día no puedan ser suscritas por su propio país:  

"Verán que el verdadero acusador de este tribunal es la Humanidad. La Humanidad quiere saber si la ley se ha rendido (...). No se espera que consiga que la guerra sea algo imposible; solo se espera que sus acciones jurídicas pongan la fuerza del Derecho internacional, sus preceptos sus prohibiciones y sobre todo sus mandatos al servicio de la paz para que los hombres y mujeres de buena voluntad, de todas las naciones, tengan derecho a vivir sin permiso de nadie y que la ley les proteja". 


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