El dedo en la llaga

Infeliz Navidad

Ya sé que no soy nada original, pero yo también odio la Navidad.

No del todo, claro. Me gusta que la gente que me rodea tenga vacaciones, porque así puedo disfrutar más de su compañía. Tampoco descarto que haya algún ágape amistoso que resulte agradable y divertido (nunca me ha tocado soportar ninguna cena familiar de esas famosas en las que el personal aprovecha para enfadarse muchísimo y ponerse de vuelta y media).

Pero la Navidad trae consigo más adherencias, muchas de ellas desagradables. Los villancicos, por ejemplo (en particular ése que sostiene el irritante disparate de que los peces beben en el río). Tampoco llevo nada bien los premios rituales de las dos famosas loterías, mayormente porque nunca he ganado gran cosa en ellas, y las pocas veces que me ha tocado algo en la primera todo el mundo se me ha echado encima para que lo perdiera apostando en la segunda.

Por no hablar del mensaje del Rey, que supongo que este año también cantará las virtudes de la familia católica, para mejor resaltar la felicidad de la suya propia.

Dando todo eso por amortizado, acordemos que lo más tremendo de la Navidad es el despilfarro general que supone. Empezando por el de los ayuntamientos, que cualquier año de éstos van a decidir encender las bombillitas en julio.

El año pasado, por estas mismas fechas, me tocó atravesar la península de punta a cabo en avión. ¡España entera parecía un árbol de Navidad, atiborrada de luces de colorines! Se lo debemos a la gentileza de los mismos ayuntamientos que luego llega un día y apagan durante cinco minutos las luces de los edificios públicos y los monumentos para pretender que les preocupan las emisiones de CO2.

De todos modos, para mí lo peor de lo peor es la avalancha de buenos deseos que ponen en marcha las multinacionales con tan infausta ocasión. Me indigna que la misma gente que se ha pasado el año esquilmándote te llene el buzón de misivas cursis e hipócritas pretendiendo que te desea toda suerte de venturas.

Me indigna, sobre todo, lo ocioso del gesto. Ellos saben que no les crees y tú sabes que ellos saben que no les crees. ¡Qué gasto más imbécil de papel y de sellos!

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