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El zar que se merecen los súbditos

A finales de los noventa, Boris Yeltsin consumía primeros ministros como si fueran botellas de vodka. En agosto de 1999, nombró a su quinto jefe de Gobierno en 18 meses y la elección demostró hasta qué punto el país iba a la deriva. Sólo los muy interesados en la política rusa sabían quién era Vladímir Putin, y la verdad es que no tenían mucho que contar. En su libro Sale of the Century, la periodista británica Chrystia Freeland cuenta la reacción que tuvo el director del Financial Times cuando le comunicó la noticia: "¿De verdad necesito aprenderme ese nombre?"

Enigmático fue la palabra más empleada por aquellos que intentaron hacer ese esfuerzo. Desconocían lo que sí tenían muy presente los miembros del círculo de poder que rodeaba a Yeltsin. Lo explicaba Freeland en su libro, publicado en el año 2000: "El mayor peligro para Rusia es que Putin, como su predecesor, es un hombre movido por el poder, no por la ideología. El gran objetivo político de Yeltsin era permanecer en el poder; el de Putin es casi seguro exactamente el mismo, y ésa es la razón por la que fue elegido por la Familia (como se conocía al entorno de Yeltsin)". Yeltsin y su clan sabían que el ex espía del KGB era el hombre que mejor podía conservar el poder, y así estar en condiciones de proteger los intereses de la Familia, una vez que ésta abandonara el Kremlin.

La política en Rusia tiene una estructura cíclica. Ocho años después, nos encontramos ante una situación similar. El presidente ha elegido al sucesor –esta vez con menos sorpresas– con la vista puesta en lo que el elegido podrá hacer por él una vez cierre la puerta de su despacho en el Kremlin.

La diferencia es que en esta ocasión el patriarca no va a disfrutar los beneficios de la jubilación, sino que seguirá controlando las riendas del poder. Respetando formalmente el límite de mandatos establecido por la Constitución y burlándolo con su candidatura al puesto de primer ministro. Porque en el fondo Putin ha decidido sucederse a sí mismo.

Como se ha dicho en tantas ocasiones, la clave de los acontecimientos en Rusia es que allí no se produjo una revolución democrática tras el fin del comunismo. Buena parte de la clase dirigente optó por reciclarse y mudar de plumas. No en los niveles más altos –tal fue el caso de las repúblicas ex soviéticas del Asia Central–, sino en un punto muy inferior de la jerarquía dirigente. Fueron los cuadros medios, gente de entre 30 y 45 años, los que echaron mano de su talento para los negocios y sus contactos con el poder para convertirse en los oligarcas, como así se les llamó.

A la transición de un régimen a otro siguió el saqueo de los recursos del país y su inevitable empobrecimiento. Al final de la era de Yeltsin, Rusia era un país del Tercer Mundo con armas nucleares. Ahora no se puede decir lo mismo. Putin pudo detener esa decadencia y, ayudado por el aumento del precio del petróleo, devolver al país su reputación perdida. A cambio de ello, los rusos han renunciado gustosamente a la democracia.

Rusia es un ejemplo claro de que en algunos países hay una continuidad histórica que desafía incluso las diferencias entre regímenes políticos incompatibles. La monarquía absoluta de los zares, el comunismo y la democracia imperial de Putin comparten una tradición despótica basada en la idea de que Rusia sólo puede gobernarse a través de un puño de hierro.

A los pocos meses de ser elegido, Putin inició la segunda guerra de Chechenia, alentado por la ira popular contra las bombas que mataron en sus casas a 300 moscovitas y cuya autoría se adjudicó sin que hubiera pruebas a terroristas chechenos. Curiosamente, el Gobierno no mostró especial interés en luchar contra los rumores que decían que eran los servicios secretos los que estaban detrás de los insólitos atentados. No valía sólo con ser fuerte e implacable. Había que parecerlo.

Putin prometió sangre y venganza. Los rusos vieron que tenían un dirigente capaz de satisfacer sus más oscuros instintos. Un imperio que no se hace respetar es peor que un país pequeño e indefenso, porque sus ciudadanos piensan que les están robando algo que les pertenece por derecho propio. En los peores momentos (las crisis del Kursk o de Beslán), el presidente jugó la carta del miedo: el problema residía en que Rusia no era aún el Estado fuerte que necesitaba ser para cumplir su misión histórica.

Rusia vive "rodeada de enemigos" que temen el resurgir del viejo imperio, avisa Putin a sus compatriotas. No tiene que acusar directamente a nadie, ni a EEUU ni a la UE, porque con ambos hace negocios. Le basta con recordar a los rusos de que esos enemigos no identificados aspiran a que algún día vuelvan a gobernar en Rusia los demócratas que llevaron al país a la perdición en los años noventa.

El próximo primer ministro de Rusia ha convencido a los rusos de que sólo él puede devolverles su pasado imperial. Ante la alternativa tantas veces planteada en su historia –sumisión o revolución– los rusos han escogido la primera.

Iñigo Sáenz de Ugarte

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