El mapa del mundo

Desfronteras (II)

Los habitantes de Ersilia, una de las ciudades invisibles vislumbradas por Italo Calvino, tendían hilos entre los ángulos de las casas para establecer las relaciones que regían la vida de la urbe. Un color para cada tipo de relación. Cuando los hilos eran tantos que ya no se podía pasar entre medio, se marchaban. Desmontaban las casas. Emigraban. Y construían una ciudad parecida, inspirada en la telaraña de relaciones que dejaron atrás.

Desde que el mundo es mundo, los seres humanos se comportan como los habitantes de Ersilia. Viven, se cansan, emigran, se relacionan. Sin embargo, la itinerancia, la inercia que llevó a los gitanos del Rajastán indio hasta el Caribe o a los antepasados de los mayas de Asia a Meso América, está en peligro de extinción. Hace siglos, para ser exactos. Y cada día, es más difícil moverse por el Planeta.

En un mundo altamente fronterizado, revestido de alambradas, muros o controles aduaneros, el modus vivendis de Ersilia está casi ilegalizado. Y lo que es peor: las fronteras/muros caen en el mapa, en muchos casos, con una arbitrariedad/artificialidad espantosa. Recuerdo tragicómicamente al vivaracho Pepe Torres, un comerciante que cada domingo iba a la alambrada que separa Tijuana de California. Al otro lado del metal estaba su familia. En el centro, comida y bebida. La familia partida, como cada domingo, disfrutaba de un pic nic mutilado. La familia de Pepe, un día, cansada de las relaciones de su Ersilia/Tijuana, emigró. Pero alguien, mucho tiempo atrás, dibujó una frontera/muro en una línea imaginaria. Donde antes sólo había México, ahora (después de la guerra de 1848) hay Estados Unidos. El pic nic transnacional de la familia de Pepe resume en parte, para mí, este mundo murificado.

Es inevitable: las desfronteras vividas/sufridas se amontonan en mi cabeza. La primera que aparece es la triple línea/frontera que conforman Brasil, Perú y Colombia en la Amazonia. Hace tres años, anclado en una tarde de sol/calor plomífero, salí del embarcadero de Leticia (Colombia) con tres chicas en una chalupa raquítica. Ellas, con una tarta descomunal, atravesaron el Amazonas hacia otro país (Perú) para celebrar el cumpleaños de Ciro, un niño de nueve años. Me dejé llevar con la farra internacional hasta Santa Rosa. Después, regresé en la última barquichuela capaz de sacarme del país de los Incas. Me dejaron en Tabatinga (Brasil), bebiendo cachaça y escuchando forró bahiano. Volví a mi hotel (en Leticia) en un mototaxi internacional. Sin controles ni aduanas. La frontera, más que nunca, se me reveló como un espejismo/espejo borroso e incierto. La memoria, empecinada en la frontera/mundo, me regresa ahora a una Waspam desconchanda y tórrida, próxima a la Costa de los Mosquitos de Nicaragua. Al otro lado del río Coco, chozas diminutas, Honduras. Los hondureños/nicaragüenses, sin preocuparse de a qué lado del río pertenecían, bailaban socca caribeña cada noche. Y es que en ciertos rincones del planeta, a nadie se le ocurre prohibir férreamente la inercia de las ciudades-Ersilia, de las familias unidas por hilos/relaciones a ambos lados de la línea.

Pero en otros, el muro, cada día más, se reviste de más espinas. Y los hilos de parentesco o relación, al otro lado de la frontera, se desgarran/desaparecen. El paralelo 38 que cercena las dos Coreas como una cicatriz es el mayor ejemplo. El área paradójicamente conocida como Zona Desmilitarizada es uno de los lugares del mundo con mayor concentración de armas, soldados y minas. Algunos puntos de la frontera como el puente de la Libertad de Imjingak, el Check-Point de Pamjunjjeon o el puente Sin Retorno (donde ambos bandos se intercambiaban espías en la Guerra Fría) se han transformado, infelizmente, en imanes turísticos. Una triste sacralización de la separación, un monumento a la sin razón fronteriza. Otra de las desfronteras míticas es la Línea Durand, establecida por los británicos en 1893 entre Afganistán y Pakistán para debilitar al primero (enemigo al que nunca derrotó). A ambos lados de la línea viven tribus pastunes. Sangre de la misma sangre. Esta línea de imposible impermeabilización, como narraba hace días Ana Garralda en Público, se ha convertido en los últimos años en un coladero de "opio y talibanes". El tiro salió por la culata. No funcionó del todo el divide y vencerás. Ni el fronteriza y prosperarás. O el alambra y dividirás. El boomerang, transformado en terrorismo internacional, avanza sin rumbo ni sentido sin saber de fronteras ni líneas. Sólo de odio. Pero al mismo tiempo que se fronteriza, las líneas imaginarias, para algunos, se diluyen y/o desdibujan. Ni siquiera estoy hablando de la Europa sin Fronteras o del dichoso espacio Schengen. Una reciente experiencia personal podría resumir mis insinuaciones. El 31 de octubre de 2007, a bordo del vuelo AA 669 de American AirLines, procedente de Miami con destino a Quito (Ecuador) viví una de las experiencias más surrealistas de mi vida. La niebla impidió aterrizar en Quito. Después de hacerlo en Guayaquil, el avión emprendió vuelo. Y aterrizó misteriosamente en Medellín, Colombia. Los viajeros (la mayoría eran estadounidenses), fuimos hospedados en Medellín. Y nadie realizó control aduanero. Pisamos (los amigos americanos pisan) Colombia con total impunidad/libertad. Quiero pensar que el plan Patriota (una millonada para Colombia a cambio de la supuesta lucha contra el narcotráfico) no tuvo nada que ver. Que para los estadounidenses también existe una línea imaginaria que, cuanto menos, dificulta la libre circulación por el mundo. Después del culebrón de repatriaciones Brasil-España, al final de uno de mis reportajes, coloqué una cita del pensador alemán Jürgen Habermás en boca de Pedro Luiz Lima (el sociólogo que iba a dar una conferencia en Lisboa y se quedó en la frontera): "Cuando el estado-nación se aleja de la soberanía popular, pierda legitimidad". El editor la cortó, había poco espacio. Pedro Luiz la relacionaba al maltrato psicológico que sufrió en Barajas. A la ridícula línea fronteriza que no sólo divide sino que repatría legal o legalmente, lo mismo da. El estado-nación levanta muros para algunos, diluye líneas imaginarias para otros, olvidándose que los países/ciudades, como la Ersilia de Calvino, no son más que "telarañas de relaciones intrincadas que buscan una forma".

Bernardo Gutiérrez |  Río de Janeiro 

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