El mundo es un volcán

El acuerdo nuclear con Irán, una carrera de obstáculos

Hay motivos para el optimismo, pero también para la cautela. El preacuerdo nuclear con Irán aún puede descarrilar de aquí a finales de junio cuando, en teoría, deberían quedar perfilados todos los detalles y convertirse en definitivo. Hay demasiada gente interesada en poner piedras en los raíles para evitar que el tren llegue a la estación de destino y se alcance un compromiso firme sobre la base de que, a cambio del levantamiento de las sanciones económicas, la república islámica acepte un desmantelamiento significativo de su programa atómico que le impida fabricar la bomba.

¿Quiénes son esos enemigos? En primer lugar, el Congreso norteamericano, cuyas dos Cámaras están controladas por los republicanos, fuertemente influidos por el lobby judío (que estos días hace horas extra) y empeñados en que Barack Obama fracase en la única iniciativa que aún podría salvar su presidencia de la irrelevancia. En segundo término, Israel, cuyo primer ministro, Benjamín Netanyahu, en plena ronda de entrevistas en los medios de EE UU y que, reforzado tras las últimas elecciones, asegura que el pacto supone un grave peligro para la seguridad de su país y la estabilidad de Oriente Próximo, lo que le lleva a exigir una renegociación total y que Teherán reconozca de forma expresa el derecho a la existencia del Estado judío.

Junto a Israel, en una coyuntural convergencia de intereses, se alinean Arabia Saudí, otras dictaduras autoritarias suníes e incluso Egipto, que ven en el Irán chií un enemigo y un rival geoestratégico en los diversos frentes de batalla que convierten la región en un polvorín. Completan el elenco de fuerzas contrarias al acuerdo, los elementos más radicales del propio régimen iraní, que siguen viendo en EE UU al Gran Satán, aunque su capacidad de reacción quedará limitada si se confirma el respaldo del líder supremo, el ayatolá Alí Jamenei, al resultado del diálogo a siete de Lausana: Alemania y los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad y, al otro lado de la mesa, Irán. Aunque se podría decir que, en la práctica, los interlocutores son dos: Washington y Teherán.

El camino que queda por recorrer no es de rosas, y Obama tendrá que hacer uso de toda su capacidad de convicción –que no le sobra- para superar toda una carrera de obstáculos, el principal de los cuales se localiza en el Capitolio. Se trata de una de esas ocasiones en las que el conflicto entre el poder legislativo y el ejecutivo se pondrá más claramente de manifiesto y de las que, en el pasado, la Casa Blanca solo ha podido salir triunfadora con presidentes ungidos por la marca de un fuerte liderazgo.

No se trata de una misión imposible. El Congreso norteamericano, cuyos miembros tienen su agenda propia no siempre coincidente con la de su grupo, no se distingue por acoger a dos grupos diferenciados de forma absoluta según criterios partidistas. Hay muchos precedentes de que, en los momentos críticos, el sistema de separación de poderes no conduce a la ruptura sino al compromiso. Lo malo es que, en esta ocasión, con un Capitolio particularmente hostil, Obama no tendrá fácil alcanzar la convergencia en un punto medio, porque cualquier variación sustancial de lo pactado con Irán –y más en concreto del levantamiento de las sanciones- podría derribar de un plumazo el acercamiento trabajosamente levantado durante años.

Se ha logrado lo más difícil, pero ahora llega lo más complicado. El demonio, ya se sabe, está en los detalles, en la letra pequeña, pero el éxito, aun sin estar garantizado, parece hoy lo más probable. La opinión más generalizada es que, tal como está diseñado, el acuerdo incluirá medidas suficientes para impedir que Irán sea capaz de fabricar la bomba atómica a corto plazo, y un detallado sistema de inspecciones para evitar también que lo logre a medio o largo plazo.

En la práctica, el régimen de los ayatolás acepta que su gran enemigo, Israel, el mismo que considera una aberración que Irán se haga con la bomba, se consolide como el único país de la región dotado con arsenales atómicos. Aunque no lo reconozca de forma oficial, almacena en disposición de combate entre 100 y 200 cabezas nucleares. Un ejemplo escandaloso del doble rasero de Occidente y en particular de EE UU, pero así son las cosas, y a estas alturas casi hay que felicitarse de que no cambien, porque otro Estado atómico en Oriente Próximo, tal como está hoy la situación, supondría un nuevo, explosivo e indeseado factor de desestabilización.

Dicho esto, la actitud de Netanyahu en este contencioso es vergonzosa y, lo que es peor, errónea. Revela que el Estado judío ha renunciado, quizás de forma definitiva, a un concepto de seguridad que se base en la coexistencia pacífica y la búsqueda de una paz sólida con los países árabes o musulmanes vecinos, y que lo fía todo a la amenaza del uso de la fuerza, o al uso de la fuerza mismo. Una actitud que encaja con la brutalidad, la prepotencia y el desprecio de la legalidad internacional con que enfoca el conflicto con los palestinos, hoy más enconado que nunca.

Lo más lamentable es que esta actitud sería insostenible y destinada al fracaso de no ser por el incondicional respaldo militar y económico del aliado norteamericano, que ni siquiera con la actual administración demócrata ha corrido peligro, y que justo en estos días ha tenido un espaldarazo expreso. "Consideraría un fracaso fundamental de mi presidencia", ha declarado Obama, "si en mi mandato o como consecuencia de mi política Israel se volviera más vulnerable".  Y eso que  Netanyahu ha hecho todo lo posible por hacerle perder la paciencia, incluso autoinvitándose al Congreso, pese al descontento de la Casa Blanca, para lanzar una diatriba feroz contra el acuerdo con Irán. Sin esa garantía total, los frecuentes desplantes del dirigente judío quedarían en simples e ineficaces faroles.

Sin embargo, en este caso lo lógico es que la posición israelí –cercana a la de las dictaduras árabes suníes- no prevalezca, ya que no hay alternativa viable. Sería un disparate exigir un acuerdo que supusiera la cesión incondicional de Irán y que, si no se lograse, se le estrangulara económicamente y se bombardearan sus instalaciones nucleares. Ni Teherán está dispuesto a rendirse, ni un eventual ataque aéreo lograría su objetivo, mientras que supondría un riesgo inasumible de escalada bélica. La guerra total para derribar al régimen no es una opción, ni para el Obama que ha dado marcha atrás en los conflictos bélicos que heredó de George Bush y se ha comprometido sólo parcialmente en los nuevos, ni para un futuro presidente, aunque éste fuese republicano y con plumas de halcón.

El compromiso de Lausana se produce cuando Irán y EE UU mantienen una peculiar relación que, según el frente de batalla, les convierte de forma simultánea en rivales y aliados. En Irak y en Siria sus intereses coinciden en buena medida porque tienen un enemigo común: el Estado Islámico. La batalla de Tikrit es el ejemplo más paradigmático de esa convergencia. En Yemen, en cambio, ocurre justo todo lo contrario, ya que Irán apoya a las milicias huthis que profesan una rama del chiísmo, mientras que EE UU respalda al régimen suní y a la intervención militar saudí para defenderlo. La gran pregunta es que si quienes hoy se muestran capaces de negociar un acuerdo nuclear podrían mañana alcanzar un pacto que contribuyese a estabilizar Oriente Próximo y, de paso, abrir a las empresas occidentales –incluidas las grandes constructoras españolas- un mercado prometedor.

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