El tablero global

Último aristócrata del Camelot norteamericano

Cada noche, antes de sentarse en torno a la mesa familiar de la mansión de Hyannis Port, los nueve hermanos Kennedy –todavía niños– repasaban los recortes de prensa que la matriarca, Rose, había colgado en el tablón de la cocina. Durante la cena, su padre, Joe, no sólo les adoctrinaba sobre geopolítica, sino que les exigía participar en el debate con aportaciones propias.
Así nació la Casa de los Kennedy, verdadera familia real de América, nutrida por una fortuna amasada con el contrabando de alcohol y espoleada por la ambición insaciable del patriarca, quien una vez dijo que sus cuatro hijos varones se presentarían a la carrera por la Casa Blanca. Tres lo hicieron.

El éxito de JFK fue presentarse no como un político, sino como el portaestandarte de una aristocracia moderna levantada por simples inmigrantes irlandeses. Y los demás comprendieron que podían venderse a la clase media como una fantasía alcanzable de realeza estadounidense. Así nació un principesco Camelot de políticos renovadores que deslumbraban a las masas con estilo suntuoso y oratoria populista.
Pese a Chappaquiddick, Ted fue sin duda el mejor, puesto que tras esa tragedia que arruinó sus aspiraciones presidenciales, dedicó su vida a promover desde el Senado todas las causas progresistas del Partido Demócrata.
Dos de sus hijos, y los cinco de su hermana Eunice, continúan la saga familiar de liderazgo, pero como activistas defensores de las minorías, los niños, el medio ambiente y los derechos sociales. Termina una leyenda y comienza una dinastía, quizá más humana.

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