Tierra de nadie

Simulacro de desobediencia

Viene teniendo el independentismo catalán un problema de frenos, aunque también pudiera ser de conductores y de GPS. Se eligen caminos de esos que se decían impracticables hasta para las cabras, que machacan mucho los amortiguadores y donde resulta difícil dar la vuelta a un vehículo que salió de fábrica sin marcha atrás. En consecuencia, se circula a trompicones y con el riesgo evidente de derrapar en las curvas mientras se busca a la desesperada una desviación sin tantos baches que evite maltratar innecesariamente los bajos.

Un ejemplo de estas peripecias al volante está teniendo lugar en torno a la polémica acerca de la retirada de los lazos amarillos, las esteladas y las pancartas de apoyo a los líderes del procés de los edificios públicos catalanes, ordenada por la Junta Electoral Central por entender que constituyen una propaganda de los partidos soberanistas. La decisión es opinable, como también lo es el argumento de que descolgarlos atentaría contra la libertad de expresión de los funcionarios, que bien podrían ampararse en ella para exhibir el calendario Pirelli a tamaño natural en la fachada del Parque Móvil de la Generalitat.

Como se decía, las decisiones de la Junta Electoral son opinables pero no discutibles una vez que adquieren firmeza. Es lo que hay. La alcaldesa Colau o la Junta de Extremadura podían haber esgrimido su libertad de expresión para negarse al cierre de las webs en las que detallaban sus logros. O el ministro Duque para mantener su conferencia en la Universidad de Baleares sobre política científica, que también fue prohibida. ¿Qué se hubiera dicho si el Gobierno, de haber sido contraria a sus intereses la resolución de la Junta, hubiera mantenido sus ‘decretos sociales’ de los viernes?

Sostener pulsos que se saben perdidos de antemano es un ejercicio estéril que entraña a mayores el riesgo de caer en el ridículo. La desobediencia es éticamente respetable cuando se asumen las consecuencias pero no deja de ser carnavalesca cuando se presenta como un simulacro.  Y esto es lo que ha ocurrido con el president de la Generalitat, Quim Torra, que parece impelido a demostrar constantemente que la independencia vive y que la lucha sigue, algo que por obvio no precisaría de glosa.

Fingir que la Generalitat no acepta órdenes del Estado e intentar demostrarlo metiendo en danza al Síndic de Greuges, del que se esperaba un informe que ya se conocía desde hacía seis días atrás, ha resultado un esperpento. Sin entrar a valorar la competencia del Síndic sobre la retirada o no de lazos y esteladas, ¿era necesario mantener una tensión gratuita cuando la recomendación del Defensor era coincidente con la resolución de la Junta Electoral? ¿Debía aparentar Torra estar dispuesto a inmolarse y a acarrear una posible inhabilitación cuando no contempla ese escenario ni en sus peores pesadillas?

No parece que la causa requiera de estas mascaradas que provocan más descrédito que beneficio. Lo explicaba ayer en su editorial con suaves maneras el diario Ara, uno de los referentes mediáticos del secesionismo: "Existe el riesgo de que el independentismo quede atrapado por el simbolismo y la retórica en lugar de esforzarse en dibujar un proyecto de país atractivo que sume cada vez más partidarios".

Para salir del embrollo y marear un poco más la perdiz, la Generalitat ha explicado que busca una alternativa a los lazos y a las esteladas, quizás flores amarillas, tal que narcisos, lirios, girasoles o gladiolos, u otra astucia semejante. La primavera se ha adelantado y altera bastante.

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