Tierra de nadie

¿Hombre, fumador, sangre tipo A, meón y calvo? Rece

Aunque solo fuera para hacerle la vida algo más fácil a Trump, que de las gárgaras de lejía pasó a los chutes de hidroxicloroquina y ahora debe de estar dándole como loco a la dexametasona en ampollas de litro y medio, convendría algo de prudencia en la comunicación de los avances en la lucha contra el coronavirus o en la revelación de sus factores de riesgo. Conste que no se habla de bulos sino de toda la panoplia de estudios científicos que cada día se nos sirven en el desayuno. No hace falta ser un completo patán con tupé, de esos que piensan que invadir Venezuela es guay del Paraguay, para experimentar la sensación de estar en una montaña rusa de anuncios que un día te convierten en inmune y al siguiente te sientan en la antesala del matadero.

La cosa va más allá de las contradicciones que se han ido sucediendo en los últimos meses. Se recordará la polémica de las mascarillas, que en algún momento, quizás por su escasez, eran contraproducentes y solo aptas para el personal sanitario, y que ahora son obligatorias y ya forman parte de las colecciones de alta costura. O de los guantes, que algunos aconsejaban, otros denostaban porque no hacíamos más que tocarnos la cara con ellos puestos y que parecen haber caído en desuso fuera de los supermercados.

Ocurrió lo mismo con la distancia de seguridad, cuyos vaivenes tienen en un sinvivir a quienes nunca tuvieron claro lo que eran 20 centímetros. Se estableció primero en un metro por recomendación de la OMS y se amplió luego a dos, aunque no en todos los países. Si nada ha cambiado, en Francia es de un metro, en Australia y Alemania de metro y medio y en EEUU de 1,8 metros, que eso sí que es para nota. Ha hecho falta un estudio publicado en The Lancet, para certificar que a dos metros el riesgo de propagación del virus es menor que solo a uno, y parece que a un kilómetro es ya inexistente. Aquí hemos pasado de dos metros a 1,5 por otro criterio científico inexorable: entran más mesas en las terrazas de los bares.

Pero vayamos a otros factores de riesgo que no sean los de la edad o vivir en una residencia gestionada por Díaz Ayuso. Los fumadores, por ejemplo, intuíamos que teníamos todas las papeletas de la rifa hasta que un estudio publicado por la Academia de Ciencias de Francia anunció al mundo que el tabaquismo y la nicotina podrían tener un efecto protector ante el virus. La alegría, como la que conocen los pobres en sus casas, duró poco y la OMS se apresuró a devolvernos a los grupos más propensos a sufrir síntomas graves o morir en comparación con los no fumadores.

Los que le dan al puro y además tienen la desgracia de tener sangre tipo A han debido de empezar a hacer testamento porque otro estudio, internacional en este caso, ha determinado que estos infelices tienen un 50% más de riesgo de necesitar apoyo respiratorio en el caso de infección, frente a los del grupo 0, quienes al parecer están más protegidos por lo que corre por sus venas sin que se sepa muy buen la razón o, mejor dicho, se desconozca por completo.

¿Qué no ha de hacer un fumador con sangre tipo A pese a seguir todas las recomendaciones higiénicas y de distancia? Pues abstenerse de entrar en los baños públicos o, al menos, bajar la tapa del inodoro antes de tirar de la cadena –algo para lo que los hombres están genéticamente incapacitados- porque otros investigadores, chinos en este caso, han alertado no ya de la presencia del virus en las heces, que ya era de dominio público, sino de la posibilidad de que las partículas en aerosol expulsadas al aire por la descarga de agua alcancen un metro de altura y transmitan la enfermedad a los usuarios incautos o guarros.

Estábamos en que era una desgracia ser hombre –hay consenso científico en que están más expuestos que las mujeres a las afecciones más graves de la pandemia-, fumador, tener sangre del tipo A y tener una próstata rebelde en asociación al penoso hábito de dejar abierta la tapa del wáter. Pues bien, otro estudio con la participación de los mejores especialistas mundiales, ha concluido que si además tienes la frente despejada estás bien jodido. ¿La razón? El coronavirus se ceba en quienes padecen alopecia androgénica, es decir, en los calvos de toda la vida.

Como no todas iban a ser malas noticias, periódicamente se refuerza la esperanza de encontrar rápidamente una vacuna o tratamientos eficaces, aunque baste llegar al segundo párrafo de estas informaciones para comprobar cuán largo lo fían, ya se trate de vacunas de vectores virales, de versiones modificadas de adenovirus de chimpancé o de otras basadas en ARN mensajero o en subunidades proteicas. Lo que se aventuraba para otoño podría llegar en invierno o a principios del año que viene, que es cuando la OMS dice que, con suerte, habrá una o dos vacunas exitosas.

Entre tanto, las autoridades no dejan de advertir del peligro de rebrotes, lo que a tenor de algunas imágenes de concentraciones multitudinarias en playas, celebraciones deportivas o manifestaciones de todo tipo, convierten los avisos en casi una sentencia. Falta un estudio riguroso que certifique que el mayor factor de riesgo es la escasez de neuronas, a ver si los descerebrados se dan por aludidos.

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