Entre leones

Cuando éramos pobres

Cuando éramos pobres
Imagen cedida por Jorge Bezares.

Hace unas semanas, Diego Marín, el dueño del mítico bar ‘El Cubano’, en Guadiaro, cerca de Sotogrande, en el último suspiro de la provincia de Cádiz caminito de Málaga, me mandó unas fotos antiguas donde aparecía yo como paje portando las arras en la boda de sus padres.

Su madre, María Pérez, le contó que mi madre me compró para la ocasión una camisa blanca y pantalón de cuadros escoceses. Iba hecho un dulce con mis guantes blancos. Probablemente, las prendas las adquirió en Lord Byron, una tienda de La Línea donde mi madre recalaba en vísperas de las fiestas del pueblo, a finales de junio, para que mi hermano Carlos y yo luciéramos en lo alto del caballo de cartón de Pablo como dos mellizos con cuatro años de diferencia.

¿Qué será de aquel caballo tan quieto? A Pablo, el fotógrafo oficial de aquellos años, lo devoró la colilla que le dibujaba a todas horas apenas media sonrisa.

Me mandó otra foto de un niño apoyado contra una pared, camisa de cuadros oscura, pantalones de un color incierto y zapatitos desconchados. Era una foto desenfocada, donde se intuía una sonrisa quizás burlona sustentada por unos mofletes sobresalientes. Junto al niño, una puerta agrietada, sin rastros de pintura y sujeta por tres goznes, completaba la fotografía de finales de los años sesenta.

- ¿Quién es?, le pregunté a quemarropa a Dieguito.

- Tú, picha, me respondió a portagayola.

- Cuando éramos pobres, añadió días después mi amigo Nicolás cuando se la enseñé.

Efectivamente, aquella foto era de cuando éramos pobres -tengo una similar vestido de torero-; cuando la inmensa mayoría éramos pobres de solemnidad. Pero las generaciones anteriores fueron más pobres aún. Yo tenía los zapatos machacados y descoloridos de jugar al fútbol en la vega del Lavasol o el paseo de la Feria horas y horas hasta que Paca Tineo, mi madre o cualquier otra santa de nuestra tribu de pieles rojas lanzaba un grito de atención a sus vástagos. Los de Paca eran huracanados. "¡Juan, Gonzalo, Eusebio...!", era el pitido final a partidos con marcadores de balonmano.

Como decía, hubo tiempos mucho más aciagos. Mis hermanos mayores, Pepe y Juan, con 15 y 12 años más que yo respectivamente, tenían los zapatos nuevos relucientes porque jugaban descalzos. Si los estropeaban sufrían castigos muy severos, rayanos en la tortura física.

Eran tiempos de dieta mediterránea sí o sí el sentido más territorial. Por las mañanas, antes que llegara el Cola-Cao a nuestras vidas, café o achicoria y pan con azúcar y aceite. A mediodía, plato de cuchara y una naranja de las vegas del río Guadiaro. Más pan con azúcar y aceite para merendar. Y por la noche, un padrenuestro y un avemaría, y a comer ovejitas en vez de contarlas.

Cuando más abundaban las naranjas en las despensas era cuando las crecidas del río Guadiaro, que irrumpían valle abajo dibujando un paisaje anaranjado.

De aquellos platos de cuchara y paso atrás siempre me acordaré de unas coles que preparaba mi tía Catalina y que mi tío Antonio aliñaba con naranja agria. Creo que fue la primera vez que me sacié, que descubrí que el hambre no era una enfermedad bíblica, que podía desaparecer aunque fuera solo con aquellas coles que sabían a gloria bendita.

Las navidades de cuando éramos pobres podían parecer mortecinas – las farolas daban poca luz-, pero eran alegres, muy alegres. Los vecinos se reunían e intercambiaban dulces y bebían tanto como los peces en el río. Las comparsas navideñas, ataviadas con ropajes de pastorcillos y pastorcillas, proliferaban en busca de la excelencia. Yo, que siempre tuve poquita voz pero desagradable, formé parte de una: tocaba la botella de anís, que era, lógicamente, de la marca el Mono, y debía ser el instrumento más facilón. El ruido cristalino aún suena en mi cabeza de cabezón.

El modus operandi era el siguiente: nos plantábamos en la puerta de una familia, le cantábamos un villancico y nos abría de par en par las alacenas y los corazones. Buñuelos, rosquillas, roscos de Antoñita, anisetes... Los dedos llenos de miel y de diminutas bolitas de caramelo de mil colores. El hambre de siglos aparcada en la esquina de Juan Martín hasta después de las Navidades.

Buena gente por los cuatro costados. José Luis el Cartero dirigiendo el tráfico ante la falta endémica de policías municipales desde que murió Esteban. La alegría de Manolo El Murciano, la sonrisa de Juan El Cojo, las cubanadas de Manuel Pérez, los vinos de Pedro Collado, los fandangos de Joselillo El Loco, los saltos de Antoñillo Rondón, las chucherías de Trinidad, los cantes de Salvador El Corneta, los cravenas del Biri, la bonhomía de El Chaparro, las carambolas de Chano y El Maestro, el saber estar de Pérez, la sabiduría de Felipe Cerdán, la elegancia del Chimenea, los trajes de Miguelillo Pecino, las travesuras de El Cachivano, Pepe Lola y los marcianitos del Cerro Largo...

Unas Navidades con un puntito de Carnaval.

Puede que sea pura melancolía, melancolía de demasiadas primaveras cumplidas, pero aquel pueblo ya no lo veo por ninguna parte. Las farolas dan más luz, la gente tiene más y el hambre buscó lugares más lejanos, pero la alegría de cuando éramos pobres se desvaneció como un susurro cogido con alfileres.

Ahora quizás para hallarla haya que volver al sur, muy al sur, al sur como lo entendía Serrat, y plantarse en la Cañada Real. Si un nuevo mesías volviera a nacer y la alegría y la esperanza con él, lo haría allí, sin luz ni agua y por bulerías.

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