Corazón de Olivetti

Elogio de la pérfida Albión

Un escocés ya no es un vaso largo, sino uno de los pocos europeos que ha podido ejercer el derecho a la autodeterminación.

A pesar de que sir Francis Drake, sir Walter Raleigh o el conde de Essex saquearan Cádiz y a pesar de que su diplomacia fue más lista que la nuestra y lleva de okupa en Gibraltar trescientos y pico años, hay días en los que uno quisiera ser británico. Acunado desde niño en el imaginario feroz de la pérfida Albión, la enemiga marina del imperio español, lo del referéndum de Escocia ha sido de sombrerazo.

Sin ánimo de señalar, ahora empieza a explicarse uno por qué la monarquía británica aguanta tanto y no ha habido otro Cromwell que le haga sombra: no tienen miedo a las urnas ni a los paparazzi, así que Isabel II debe llevar en el bolso una ración de espinacas democráticas de Popeye que se secan, eso sí, de tarde en tarde, en las cloacas del Estado de derecho; la guerra sucia ya saben. No ha sido el caso esta vez. Los mismos que se pasaron tres pueblos en la guerra de las Malvinas o apiolando a activistas del IRA desarmados, han conseguido por las buenas que Escocia no vuelva a 1707.

Los escoceses, más allá del pundonor identitario de los clanes highlanders, del vistoso kilt, de Rob Roy, de Braveheart y de Sean Conery o de Gordon Brown, reclamaban mayor autonomía porque su autogobierno, a partir del referéndum que les dotó de Parlamento propio en 1997, venía siendo algo sumamente parecido al de una mancomunidad de municipios. David Cameron, en lugar de crear una comisión de trabajo, le dijo que nones al órdago y que si quieres caldo, toma tres taza: ajo y agua o independencia. Alex Salmond, el primer ministro escocés, le tomó la palabra, con tanto ímpetu secesionista en las encuestas que los unionistas tuvieron que derrochar una campaña publicitaria de mil pares de narices, bajo el lema de "Better together" y con declaraciones tan sorpresivas como la de que el "si" en la consulta iba a partirle el corazón al inquilino del número 10 de Downing Street. ¿Alguien imagina a Mariano Rajoy enviándole un ramo de rosas rojas a Artur Mas, con la letra del "no te vayas todavía, no te vayas por favor"?

Londres desplegó toda una campaña de seducción que le ha dado resultado, hasta el punto de que Salmond –otra costumbre extraña a la orilla española del mar del norte-- reconoció su derrota sin ambages y dimitió hasta del carnet de conducir. El no ganó pero los suyos no han perdido: los tres grandes partidos británicos han prometido más competencias y presupuesto para esa cantera de voto laborista, un argumento que ha pesado lo suyo a la hora de dar con la puerta en las narices al independentismo.

Cataluña no es Escocia pero España no es Gran Bretaña. De momento, lo que está en juego aquí no es la independencia catalana sino la convocatoria de la consulta. ¿Una cosa llevará a la otra? Quizá sea así, pero la simple negativa a que pueda convocarse un referéndum o una simple votación a mano alzada acrecienta el desapego español del noreste peninsular, donde se asienta el anticiclón soberanista. Por mucho que sea posible, ¿resulta acaso diplomático que nuestro ministro de Asuntos Exteriores saque a colación la hipotética suspensión de la autonomía para Cataluña? Esperemos que el de Defensa no aluda de un momento a otro a la virtual intervención de la Acorazada Brunete porque lo único que provocan estas manifestaciones son ganas de vivir en un país distinto al de semejantes ordinarieces.

Este iba a ser un fin de semana intrépido --tormenta sobre Barcelona--, a la manera de esos thrillers políticos en los que la Casa Blanca se convierte en un hervidero de decisiones y contraordenes, de intrigas y conspiraciones. Era un ajedrez en los que cada gambito de reina podía decidir la partida. El viernes, por la mañana, el gobierno no sabía si ilegalizar el aborto o abortar la ley de Alberto Ruiz Gallardón. Por la tarde, el parlamento de Cataluña aprobaba la ley de consultas, pero Artur Mas demoraba su firma para que fuera publicada on line en el diario oficial de la comunidad. ¿Habrá urnas el 9 de octubre? Rajoy pasó el finde sentado ante el teléfono rojo por si tenía que convocar un consejo de ministros extraordinario para presentar un recurso de inconstitucionalidad o consultar, en cambio, qué tiempo hace en Pekín para saber si tiene que llevarse un pullover o una rebequita en su viaje oficial a China.

El sábado, la tensión se enfriaba cuando Esquerra Republicana de Catalunya y Convergencia asumieron, al unísono, que la desobediencia civil era un pecado y que no iba a haber urnas forajidas si no fuera con todas las de la ley. No se sabe a ciencia cierta si en dicho repliegue había influido el fiasco independentista de Escocia, la concentración de fiscales a la búsqueda del más mínimo resquicio para cargar contra la secesión o el hecho de que Pedro Pacheco, ex alcalde de Jerez, en el país de Camps y de Fabra, de Gürtell, de Noos y de los ERE fraudulentos, tenga que ir a la trena por el simple hecho de no cumplir al pie de las letra los trámites necesarios para la contratación de dos asesores.

No habrá referéndum como en Escocia, canturrean en las coblas de sardanas. Pero no cabe duda de que las próximas elecciones a la Generalitat se convertirán en un plebiscito. Mientras, la Constitución española permanece flemática, como si fuera una señorona con una pamela pocha en las carreras de Ascot. Agotado su ciclo, habría que reformarla, pero nadie parece tener excesivo interés en abrir ese melón por necesario que parezca. En el Reino Unido, la Constitución no es un documento concreto sino un conjunto de leyes, estatutos, jurisprudencias y tratados internacionales, amasados durante siglos. Aun así, el Gobierno británico permitió que el Parlamento escocés se hiciera cargo del referéndum de independencia, cediendo temporalmente sus competencias constitucionales al Parlamento de Holyrood. Defnitivamente, no somos Gran Bretaña. Pero tampoco nos dejan ser el país del futuro. Soy andaluz. Estoy convencido de que, ocurra lo que ocurra con Cataluña, mi tierra no resultará beneficiada de este proceso. Tendré que hacerme una radiografía para averiguar por qué me parece peor que alguien siga a disgusto sin poder decidir si se queda o no en la que debiera ser la república confederal o el reino unido de España.

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