Juegos sin reglas

Sobre la España vaciada

José Angel Bergua

Catedrático de sociología

Desde el 2007 más de la mitad de la población mundial vive en ciudades. En España, los urbanitas pasaron del ser el 56,5% del total de gentes en 1960 al 78,1% en 1990. Este enorme incremento en apenas 30 años dobló el de Francia y fue el mayor de Europa. En la actualidad, según una reciente investigación dirigida por el catedrático Vicente Pinilla, 41 millones de personas viven en el 30% del territorio español, mientras que 6 millones lo hacen en el 70% restante. Además, 3000 pueblos están completamente deshabitados. En Portugal sólo hay unos pocos centenares y en Francia no llegan a 100. Aragón es un buen ejemplo de este desequilibrio. Más de la mitad de su población reside en la ciudad de Zaragoza y es la única capital española, junto con Valladolid, cuyo crecimiento coincide con el decrecimiento demográfico de su provincia. Por otro lado, Teruel es el territorio que más población perdió en el siglo XX, la mitad, mientras que Huesca es la provincia que más pueblos vio desaparecer.

Esta tendencia de las ciudades a crecer y de los pueblos a desaparecer no es en absoluto casual, pues ya los Planes de Desarrollo de los años 60 decidieron que, en el caso de Huesca, un 25% de su población rural sobraba, que el 68% de los pueblos con dificultades para sobrevivir fueran comprados por Patrimonio Forestal del Estado y que se destinaran abundantes recursos para el crecimiento de la capital. Más tarde, con la democracia, las cosas no cambiaron mucho. En efecto, el Ministerio de Transportes decidió en 1984 cerrar 21 líneas de la red nacional de ferrocarriles que dejaron incomunicadas grandes áreas rurales y planeó crear 3.200 km de nuevas vías de alta velocidad para comunicar las ciudades más importantes. Hoy somos el segundo país del mundo, después de China, con más alta velocidad (3.402 km.) y la Unión Europea no cesa de recordarnos los sobrecostes y falta de pasajeros que padece este discutido y poco vertebrador medio de transporte, así como que hemos recibido la friolera de 11.200 millones de euros entre el 2000 y el 2017, casi la mitad de las ayudas dadas al conjunto de países para este "progreso".

Pero estas decisiones institucionales no son la causa de la expansión de las ciudades con la consiguiente degradación de los pueblos, uno de los pilares de la sociedad moderna, junto con el capitalismo, la democracia y la ciencia. Tales políticas sólo han hecho que apuntalar una relación de dominación que, en realidad, viene de lejos y es muy compleja, pues tiene muchos flancos. Uno de ellos tiene que ver con la explotación o intercambio desigual. En efecto, de los pueblos y de sus entornos se van recursos (agua, madera, áridos, producción agrícola y ganadera, etc.) considerados menos valiosos que las toneladas de manufacturas imposibles de reciclar que les envían. También salen de los pueblos en dirección a la ciudad jóvenes en busca de formación o trabajo, mientras llegan distintas clases de empleados públicos cualificados. Igualmente se va conocimiento e información transmitido de generación en generación que los estudiosos urbanos catalogarán y estudiarán a medida que vaya siendo olvidado, mientras se envía conocimiento científico que deberá ser aplicado en la interpretación y construcción de la realidad rural. En todos los casos lo que se va tiene menos valor que lo recibido porque la vara de medir la impone la ciudad. Si esta violencia simbólica ha funcionado, es porque los habitantes de los pueblos la han incorporado a sus hábitos y ellos mismos han pasado a considerarse inferiores, si bien, todo hay que decirlo, no del todo y, a menudo, como ocurre en todas las relaciones de dominación, a partir de malinterpretaciones o apropiaciones de lo impuesto que han permitido a los subordinados poner algo de sí a salvo.

Pero los pueblos no sólo son un objeto de explotación de las ciudades. Del mismo modo que sucede en otras relaciones de dominación, también han sido convertidos en un objeto imaginario que satisface distintas clases de inspiración. En efecto, las ciudades han ido inventándose y construyéndose a sí mismas a partir de las ruinas de vida rural que la explotación o intercambio desigual ha dejado a su paso. Por ejemplo, si en el siglo XVIII el término "pueblo" todavía significaba lo opuesto a la ciudad y la "cultura" estaba relacionada con la actividad agrícola, tras la destrucción de las tradiciones que más tarde provocó la modernización cultural en alianza con la escolarización universal, emergió la "cultura popular", levantada a partir de los restos de tradición recuperados y reinventados por folkloristas urbanos hastiados de modernización. Esa cultura se utilizó para fabricar el alma o nación de los Estados-Nación, tanto de los ya alumbrados como de los que aún quieren nacer. Pero es que, además de regresar imaginariamente a los pueblos y facilitar la producción de los complejos ideoafectivos que destilará el nacionalismo, muchos urbanos, sobrepasados por la modernidad, también se han sentido atraídos por la naturaleza, han tomado nota del modo como los pueblos se acoplan a ella y con todo ello han elaborado algún componente del ecologismo, si bien menos importante que los aportados por la ciencia. Lo paradójico es que esa ideología ecologista que incluye algunas gotas o aroma de ruralidad, ha llevado, entre otras cosas, a decidir encerrar en zonas protegidas y junto a especies nuevas, caso de los osos en el Pirineo, a la escasa población rural que queda. Finalmente, los urbanitas, agotados de sus ciudades y transpirando valores postmaterialistas que subrayan la importancia de lo local, el valor del patrimonio, el trato con la naturaleza, la comida orgánica, la sociabilidad comunitaria, etc., han convertido a los pueblos en objeto de consumo vacacional en el que los autóctonos también han quedado en parte encerrados.

En definitiva, la Modernidad es un orden social en el que los pueblos han sido convertidos en objeto de depredación, inspiración y consumo de unas ciudades que se han reservado la condición de sujeto. Hay muchas voces que, no sabiendo salir de esta realidad tal cual ha sido instituida, suelen proponer "salvar" a los pueblos mejorando su condición de objeto turístico para que atraigan a más urbanitas y lo consuman en mayor cantidad. Lo que, en otras relaciones de dominación, como las que padecen las mujeres, ya es inaceptable, pues la condición objeto es abierta y unánimemente criticada, aquí todavía inspira un amplio abanico de políticas de las que no se sabe salir y que tiene efectos devastadores, pues el urbano ha sido convertido en un depredador de simulacros y el rural apenas sabe ver en los visitantes el dinero que ha de extraerles.

Afortunadamente, este complejo orden de dominación no funciona tal y como se propone, pues los pueblos cada vez discuten más y no asumen tan fácilmente como antaño la vara de medir urbana, muchos médicos, maestros, funcionarios, etc. se han ruralizado, hay un goteo constante de variopintos y activos neorrurales, los antiguos emigrantes han vuelto o mantienen la casa "abierta", algunos de los que llegan de vacaciones pasan a tener una relación más estrecha y duradera con el pueblo y sus gentes, se reintroducen o directamente inventan tradiciones, aparecen nuevas profesiones y, además, los propios habitantes de la ciudad, muchos de ellos con alguna raíz personal o familiar en el pueblo, aunque también están quienes han incorporado ellos solos esa influencia, destilan las vivencias rurales heredadas o vividas, tanto en la vida cotidiana como al hacer arte, ciencia o cualquier otra actividad experta. Todo ello está provocando que los pueblos se (re)inventen como sujetos y establezcan relaciones más horizontales con las gentes de las ciudades, incluso llegando a formar con ellas una realidad social híbrida, urbano-rural, en la que la distinción o binariedad instituida desde los orígenes de la modernidad, de un modo parecido a como sucede con la distinción varón/mujer en las manos de trans e intersexuales, se vuelve más fluida e incluso es superada.

Este nuevo y difuso orden, todavía sin trama institucional que lo ampare, coexiste con el viejo y, a menudo, los individuos y sus vidas, sea cual sea el hábitat, participan de ambos. ¿Qué puede resultar de esta confusa situación? Imposible saberlo. Aunque todo parece indicar que vamos camino de un mundo absolutamente dominado por ciudades con pueblos convertidos en meros simulacros que reflejan las ensoñaciones urbanas, no es menos cierto que las mezclas urbano-rurales, a las que se añaden otras hibridaciones, como la mezcla de nacionalidades, prometen interesantes cambios, tanto en los pueblos como en las propias ciudades. Aunque no sabemos que rumbo tomará el mundo, ni si decidirá elegir entre uno de los dos caminos, no es menos cierto que, mientras tanto, van ocurriendo cosas interesantes. Por ejemplo, que Teruel Existe ha arrebatado a los grandes partidos nacionales uno de los dos escaños que le corresponde a la provincia.

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