Fuego amigo

Siento desilusionaros, pero los Reyes son los hijos

Cuando yo era niño, tal día como hoy, en las horas previas a la llegada de los Reyes Magos, el estómago se me encogía, perdía el apetito, y soñaba despierto con trenes eléctricos, aviones y caballos de hojalata y cartón piedra que nunca llegaban porque, según me relataban mis padres, sus majestades habían pasado por no sé cuantos países en guerra, y habían dejado su carga solidaria en hogares con niños más pobres que yo. No volví a sentir esa sensación de pérdida del apetito y nudo en el estómago hasta que años más tarde me eché la primera novia.

Cuando los padres tomaron el relevo en esos menesteres de traer los regalos, la emoción de desempaquetar lo que desde lejos ya tenía todo el aspecto de un par de calcetines y un calzoncillo mal empaquetados sólo volví a revivirla, también años después, con idéntica intensidad, cuando mi novia pasó a ser mi esposa, y las pajarillas del estómago se transmutaron en calor de hogar. Va a ser verdad eso de que la ilusión y el amor no envejecen nunca... mueren en la infancia.

Bueno, el caso es que según nuestro nivel de vida fue subiendo, a los Reyes Magos los sustituyeron los padres, para acabar siendo los hijos los auténticos reyes de la casa y de El Corte Inglés. Varias generaciones de españoles, salidas de la postguerra, tomamos como desquite la obligación de dejarles a nuestros hijos y nietos todos los deseos frustrados de nuestra infancia.

Como ahora los niños saben que ellos son los reyes, piden en sus cartas despiadadamente todo lo que han visto en los anuncios y hojeado en los catálogos de regalos de los grandes almacenes, aprovechando que sus padres llevaron a Cáritas el día anterior los del año pasado, para hacer hueco en la habitación.

Ayer, la televisión nos trajo la imagen de tres hermanitos palestinos muertos por los bombardeos israelíes. Era una guerra de verdad, y no las que se inventaban mis padres. Tuvimos una oportunidad de oro desaprovechada para volver a contar a nuestros niños el viejo cuento, y reconducir así esta fiesta del consumo disparatado por los caminos de la sensatez.

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