Fuego amigo

La proporción de las penas

Ha terminado la semana de pasión. Cada personaje ha cumplido su encargo en la trama. Judas, al infierno. El ladrón bueno, por arrepentirse en el último momento, al Cielo, a pesar de su vida delictiva. La Magdalena, redimida. Y a Cristo lo crucificaron por revolucionario, por rebelarse contra el invasor.
Siempre me intrigó la diferencia injustificable entre el rigor de las penas impuestas por dios y las aplicadas por la justicia de los hombres. Por ejemplo, nunca entendí cómo, tras una vida ejemplar, alguien podía condenarse a sufrir el fuego eterno porque, a última hora, en el lecho de muerte, le había asaltado un mal pensamiento con la enfermera estupenda que mitigaba el dolor de sus momentos finales.

Recuerdo todavía estremecido la peor noche de mi vida, una verdadera noche de pasión. Por la mañana había robado a mi madre una peseta, que había consumido en el placer efímero de un pirulí de la Habana y dos canicas. Arrepentido, al llegar la tarde el cura me echó del confesionario sin absolución hasta que restituyera lo robado. Si aquella noche me hubiese muerto, me habría condenado eternamente por robar una peseta. Así es la ley sagrada.
Como creo que el curita todavía anda vivo, ¿a qué pena castigaría a los que robaron 2.500 millones de euros en Marbella? ¿A morir lentamente en la cruz? ¿A restituir lo robado? ¿O les perdonaría sus pecados tras el preceptivo abono del diezmo, el diez por ciento de los sustraído, y aquí paz y después Gloria? Me muero de curiosidad.

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