Fuego amigo

Manual de buenas maneras

Cuando oigo con qué soltura y largueza determinados políticos (y algún que otro clérigo) utilizan el insulto y la grosería como elemento cotidiano para relacionarse con los demás, me asalta la idea de que lo que antes llamábamos las buenas maneras es hoy, más que un valor en desuso, un puro estorbo. Diría que, a veces, hasta una ofensa. Sólo basta con observar la cara descompuesta de Mariano Rajoy cuando en el Círculo Ecuestre, los muy conservadores empresarios catalanes, a los que se suponía audiencia cautiva, le pidieron amablemente que abandonase su política de crispación, por el bien de este país. Se le crispó la cara con tan sólo oír que alguien le echaba en cara su labor de crispador.
Las buenas maneras ya no se estudian en los manuales, por lo que no estaría de más que una futura asignatura de Educación para la Ciudadanía obtuviese el suficiente consenso social para implantarse en la escuela. En las librerías de viejo todavía se pueden encontrar reediciones de libros sobre etiqueta y buenas maneras que los jóvenes ilustrados ya sólo compran para reírse. Como consecuencia, los conocimientos generales sobre etiqueta son tan primarios que en las bodas ya nadie sabe para qué sirve la pala del pescado, y los comensales se la llevan a la boca con grave riesgo para su integridad física. Como no nos han enseñado que el pan se coloca a la izquierda, nos pasamos el banquete dándole pellizcos al mendrugo del comensal de la derecha (al mendrugo de pan, me refiero). Un día, distraídos, nos comeremos el teléfono móvil del vecino, colocado inevitablemente de florón entre el pan, las copas y el cóctel de gambas con salsa rosa.

Nos limpiamos los labios con una punta del mantel, escarbamos en nuestros dientes con un palillo rojo de sangre y confundimos la sidra peleona con el champagne. Las aceras están tapizadas de cacas de perro y de esputos verdes de enfermos de catarro mal curado. En el Metro ya no tienen preferencia ni los ancianos ni las embarazadas. Hay gente especializada en entrar a codazos en el vagón antes de que nadie haya conseguido salir, a la busca frenética de un asiento libre donde posar lo mejor de su cerebro. Hay momentos de la hora punta, lo confieso, en que me da pánico la mirada agresiva de aquella muralla humana formada ante la puerta, por donde, por increíble que parezca, debo introducir mi cuerpo serrano para salir.
Es cuando recuerdo que la educación y las normas de etiqueta eran un coñazo, pero útiles, y a mí me daban cierta seguridad.

Más Noticias