Fuego amigo

A la huelga como acto de supervivencia

Madrid goza de una de las más raras y más ficticias culturas tradicionales, ahogada por la multiculturalidad, que todo lo diluye, hasta el punto de que en los lugares de trabajo hay que poner mucho empeño para encontrar al madrileño "pata negra". Para los ultranacionalismos eso es un inconveniente, mientras que para los habitantes de Madrid supone vivir en un espacio de libertad y feliz anonimato, donde caben todas las razas, religiones, apellidos, colores de piel, idiomas y fortunas.

Pero su doble condición de capital del Estado y de Comunidad Autónoma la convierte en escenario de toda reivindicación posible, sea local o estatal, algo así como el manifestódromo que eleva a primera división los conflictos y afanes de los habitantes de su periferia. Cuando una manifestación no se estrena en Madrid, es como una obra de teatro que no se estrena en Broadway.

Los gallegos, vascos, valencianos, catalanes... suelen discernir fácilmente quién está detrás de cada decisión de gobierno. Madrid, en cambio, juega con esa indefinición y un nacionalismo folclórico de chulapos y chulapas que sólo salen a pasear en las fiestas de San Isidro (el santo con más jeta del paraíso, que dormía la siesta a la sombra de un árbol mientras le hacían el trabajo los ángeles), indefinición alimentada por sus autoridades autonómicas para apuntar los éxitos a la lideresa y los fracasos al gobierno central.

Cuando el Metro se rompe (que es todos los días en alguna de sus líneas), los viajeros desorientados desalojan los vagones de mala gana y echando pestes a partes iguales contra Zapatero y contra Esperanza Aguirre. Cuando alguien se pierde por los pasillos de las urgencias de los hospitales nunca sabe si maldecir al ministro de la nación o al consejero de Sanidad. Ya se sabe que la culpa siempre es del otro.

Aparte de la capital del reino de España, es también el laboratorio particular donde la presidenta de la comunidad autónoma desarrolla su política tatcheriana de privatización de lo público, una especie de ensayo general con todo para su asalto definitivo al poder del gobierno central, con el permiso (o sin él) de Mariano Rajoy.

En el gran manifestódromo están de huelga ahora los profesores de la cada vez más menguada red pública de educación, entregada a colegios concertados, muchos de ellos dirigidos y gobernados por organizaciones católicas integristas, y hoy comienzan su huelga los trabajadores de la sanidad. Ambos sectores están siendo expuestos sin pudor a la voracidad neocon de los correligionarios de Esperanza Aguirre. Desaparece el Instituto Madrileño de Salud, organismo clave para la prevención y vigilancia de la salud pública, y los laboratorios de análisis clínicos pasan a manos privadas, entre otras medidas de los ultraliberales.

La enseñanza y la sanidad deben, según su ideario, atenerse a criterios de rentabilidad, sin que importe el deterioro galopante del servicio prestado. La buena educación y la buena salud para el que pueda pagarla. Apoyar estas huelgas, pues, para defender la justicia equitativa de los servicios públicos esenciales, es casi un acto de supervivencia para todos nosotros y un deber para con las próximas generaciones.

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