O es pecado... o engorda

Comiéndose a los santos

A estas alturas debéis estar todos más que hartos de los buñuelos de viento, los panellets y los huesos de santo, ese homenaje anual a nuestros difuntos, cada año más en competencia con los zombies, esos foráneos, sedientos de sangre y vísceras, que pueblan el Halloween.

Finalizando la recolección de la almendra, de cara al invierno y de la necesidad de comida más calorífica, el mazapán es el rey de la repostería. Invento, al parecer, árabe, dulcísimo, bastante pesado pero muy manejable a la hora de hacer postres, pasteles y pastas. Del mazapán se habla, por cierto, en las Mil y una noches como afrodisíaco para dar debido cumplimiento a las necesidades del harén.huesos de santo

Pero fijaos lo que da de sí esta masa de almendra que se le da forma de tibia y resulta todo un homenaje a la antropofagia litúrgica. Hay huesos de santo, en general, rellenos de crema, chocolate o praliné. Pero también hay huesos de santos con nombre y apellido, o por lo menos, historial. Como los de San Expedito, un legionario romano que ahora mismo es patrón de las causas urgentes. Estos, en cambio, tienen forma de dedo y la masa es similar a la de las rosquillas. Parecidos a los de San Froilán, que también tienen su receta.

En el fondo se trata de bendecir la gula y la laminería con nombres de santos, porque a los pueblos de tradición católica nos ha gustado siempre celebrar las festividades religiosas comiendo. Y no se puede decir que vayamos escasos de este tipo de fiestas. Seguramente también era una forma de negocio en ferias y romerías en las que había grandes concentraciones de gente hambrienta y festiva. Nada que ver con esos estrictos protestantes nórdicos de las películas de Bergman o de "El festín de Babette", que sólo comían pan, agua y bacalao. Aquí, todo lo contrario.

No digo yo que cada santo tenga un postre ni que cada postre tenga un santo, pero casi. Hay yemas de San Leandro, rosquillas de Santa Beatriz, orejuelas de San Carlos, roscos de San Antonio Abad, huesos de San Froilán, rosquillas de San Blas, rosas de Santa Catalina y flanes de Santa Teresa.  Está también esa poética metáfora del cabello de ángel. Y todo un mundo de dulces delicados en relación con el mundo monjil que me da a mí que despertaba cierto morbo. Hay unos dulces que se llaman manto de monja, otros, suspiros de monja y hasta tetas de monja de crema. Y ya, en lo manifiestamente escatológico, en un canal de TV aragonés he visto a una señora preparar unos supuestamente deliciosos pedos de monja —de Vinaceite, Teruel, por más señas—. En homenaje a sus colegas masculinos, en cambio, sólo he visto unos dulces, bastante famosos, eso sí: los obispos.

A partir de ahora y hasta la Navidad, podéis comprobar la oferta de repostería conventual porque ya se empiezan a comercializar fuera de los tornos, en ferias e incluso en tiendas especializadas y por Internet.  Es que en los conventos siempre se cocinó y se comió muy bien. No olvidemos que el mundialmente apreciado consomé partió de uno de ellos y sólo hay que comprobar la cantidad de libros de cocina y recetarios que hay al respecto. O echar un vistazo a la cocina de Sor Liliana y Sor Beatriz, concepcionistas franciscanas de Segovia, en Canal Cocina.

No se la razón, pero los platos vinculados al santoral son casi todos de repostería. El resto de las recetas casi siempre toma el nombre del convento en cuestión o del personaje en honor del que se hace el guiso. Las monjas siempre han sido de hacer la pelota a obispos, cardenales y otros próceres eclesiásticos. Hay sopa de obispo, patatas al ama cura y hasta huevos del concilio —de los que más abajo incluyo la receta—.

La tradicional dedicación de los conventos a la cocina es sólo comparable —aunque de lejos— a la de esos centros de meditación y enseñanzas alternativas en los que se hace militancia del veganismo o del vegetarianismo y se dan cursos de cocina mientras se practica Reiki o aromaterapia. La diferencia es que, en estos sitios, se hace por militancia. En los conventos, creo yo que por puro disfrute de la comida, que una cosa no quita la otra. Y ya lo dijo Santo Tomás de Aquino: la gula es un ansia desenfrenada y pecaminosa pero el simple placer de comer —que no es lo mismo— es disfrutar de los dones del señor.

Y además, este catoliquísimo pecado se refiere, por cierto, a todos los excesos en general: o sea, que sería gula comprarse docenas de pares de zapatos Jimmy Choo o coleccionar Ferraris. Que lo sepáis.

 

Huevos del concilio

Para que comprobéis que la cocina creativa no la inventaron nuestros grandes chefs. La receta la copio directamente del libro La cocina de las monjas de Luis San Valentín y la hacen las dominicas de Lerma. Yo no la he hecho. Me temo que se necesita una paciencia y habilidad monjil de la que carezco.

Ingredientes

6 huevos

6 cucharaditas (de las de café) de harina

150 gramos de chorizo en rajas

Aceite y sal

Elaboración

Se separan las claras de las yemas. Y estas se dejan cada una en su cáscara para que no se rompan con un poco de sal

Se baten las claras a punto de nieve y se les incorpora la harina poco a poco.

Se pone el aceite en una sartén y cuando esté muy caliente se pone una cucharada de clara, encima de ella, una rodajita de chorizo, luego la yema, otra rodajita de chorizo y otra cucharada de clara. Se le va "arropando" con el aceite hasta que cuaje y se puedan servir. Se recomienda hacerlo todo muy rápido

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