Otras miradas

¿Trump contra el 'establishment'? Vayan a tomar el pelo a su abuela

Daniel Bernabé

¿Trump contra el 'establishment'? Vayan a tomar el pelo a su abuela
El presidente de EEUU, Donald Trump. / EFE

Con los países pasa un poco como con la vida: un día se acuestan con el sopor de lo cotidiano y al siguiente se levantan con la incertidumbre de la tormenta. España ya lleva una década larga entre chaparrones y una de las peores consecuencias de tanta marejada es tener a los ultraderechistas en las instituciones, cuya política del incendio y la mentira nunca es arquitectura sino de bola de demolición.

A la anormalidad es mejor tratarla como a los virus, con mascarilla y distancia, pero, a veces, acercarse es útil para comprender algunas de las dolencias que nos aquejan como sociedad. Rocío de Meer, diputada de Vox, volvió a opositar a la licenciatura en barbarie con un tuit donde aseguraba que Trump iba a vencer al coronavirus y al establishment. Lo primero en lo que pienso cada vez que veo a de Meer es en lo que decía Indiana Jones en Berlín. Lo segundo en una certera frase de Marshall Brickman: "El hecho de que seas lo que eres es lo que más te jode".

Una de las señas de identidad de los ultraderechistas del siglo XXI es su populismo indisimulado. No hay nada más funcional al establishment que un partido de extrema derecha, sencillamente porque su último objetivo no es tan sólo que la sociedad no avance, sino que a ser posible retroceda. Son reaccionarios porque su moral está basada en la sustracción de derechos. Son neoliberales porque su programa económico sólo pretende favorecer a los más ricos. Son autoritarios porque su proyecto es opuesto al republicanismo: la pareja de libertades y obligaciones es sustituida por la imposición arbitraria. El populismo es seña de identidad pero también condición de posibilidad: es lo que les permite difuminar todo lo anterior y camuflarlo en una épica lucha a la contra, ayer contra masones y judíos, hoy contra eso que llaman élites globalistas.

Por eso de Meer hace de perrita faldera del señor naranja y nos cuenta que un multimillonario, que hizo fortuna en los ochenta especulando con el suelo de la Nueva York quebrada por la trampa crediticia, se va a enfrentar a lo establecido, al poder, a la clase dirigente. La única equivalencia que se me ocurre es que alguien nos pidiera que confiáramos en Andréi Chikatilo, el caníbal de Rostov, como director de Masterchef: plato habrá, no pregunten de qué. Esta lucha contra un poder, siempre abstracto y en la sombra, siempre situado al margen de la diáfana impiedad de la economía, es el recurso que les queda a los ultras para fingir rebeldía mientras evitan el centro de la cuestión: el capitalismo desregulado.

O dicho de otro modo, todos los desajustes sociales, sustrato de donde surge la incertidumbre, son reducidos por los ultras al proyecto de unas élites que, con una malévola intención moral, conspiran para acabar con occidente. Hablar de un sistema financiero desregulado, caótico y especulador, que consigue amplios beneficios a costa de hundir la deuda externa, encarecer sectores esenciales como la vivienda o rapiñar estratégicos como la energía, no entra dentro del discurso ultra porque ahí, ya sí, su programa económico explota de contradicción con su coartada narrativa.

Con la soberanía sucede algo parecido. Para los ultras soberanía consiste en darse golpes de pecho delante de enemigos más ficticios que reales. Obvian que la soberanía, para un país, es la capacidad de desarrollarse movido por las decisiones que, en una democracia, los ciudadanos han impuesto mediante el voto. Obvian que se pierde soberanía cuando se participa en conflictos de interés atlantista que nos son ajenos. Obvian que se pierde soberanía cuando la economía queda fuera del mandato popular, al estar sometida, por la ley y por la fuerza, a instituciones como el BCE o los fondos buitre estadounidenses. Y lo obvian, una vez más, porque los ultras no han venido a cambiar nada, sino a asegurar el orden de clase y, de paso, cargarse la ya molesta, para algunos, democracia.

Lo cierto es que el capitalismo, en esta etapa demente, se devora a sí mismo. Devora su capacidad productiva echándose en brazos de la especulación, por lo que las tensiones entre las fuerzas industriales y las financieras son un hecho que se explica con una sola frase: lo que le viene bien a Goldman Sachs ha dejado de coincidir con lo que necesita General Motors. Y esa tensión, tan contradictoria como real, de dos etapas históricas de un mismo sistema económico, está provocando que en el análisis de la configuración de fuerzas de nuestro presente haya que hilar muy fino. Que la Unión Europea haya recuperado un cierto intervencionismo en esta crisis tiene que ver con este fenómeno, más que con un súbito pálpito humanista.

Pero también, con que en esta etapa, el capitalismo demente no sólo fagocita capacidad productiva, sino también caparazón político. La democracia, que para algunos fue ilustración hecha instituciones, para otros no fue más que el mecanismo que otorgaba legitimidad a los negocios. Una vez que la forma de hacer dinero deja de depender, en gran medida, de cuestiones que la democracia podía regular y pasa a depender del algoritmo bursátil, ese complicado sistema de equilibrios políticos constitucionales deja de resultar útil, incluso como coartada. La UE, y en especial los alemanes que algo saben de escapadas por la banda derecha, están preocupados porque ven que el monstruo de la sociedad neoliberal, que ayudaron a construir y al que creían poder controlar, tontea ya con el precipicio autoritario ultra.

El 20 de febrero de 1933, Adolf Hitler se reunió en secreto con 27 grandes empresarios, entre los que se encontraban nombres como Gustav Krupp o Fritz von Opel, donde acordaron financiar al Partido Nazi con tres millones de marcos para la campaña de marzo de ese mismo año. La razón era evitar a toda costa el triunfo de la izquierda en los comicios y el aumento del poder de la clase trabajadora. La guerra era aún algo lejano, aunque incluso a su inicio estos grandes empresarios vieron una oportunidad de negocio al ser partícipes de la maquinaria bélica nazi. Después de 1945, con el país destruído, ocupado y dividido por una guerra que nunca pensaron que iba a llegar tan lejos, algunos de ellos se dieron cuenta de que el salto al vacío al confiar en alguien como Hitler había sido suicida. Otros no mostraron ni un mínimo arrepentimiento, ni siquiera por la pérdida de sus fortunas. Todos fueron tratados con extrema cortesía en la nueva RFA.

Lo cierto es que, volviendo a nuestros días, grandes empresarios de determinados sectores no ven con buenos ojos al populismo ultra, como puede suceder con los jefes de la economía tecnológica californiana, no tanto, repetimos, por un compromiso con la democracia sino porque temen que volver a jugar con el fuego autoritario les acabe abrasando. Más, teniendo en cuenta, que hoy la amenaza de una clase trabajadora organizada es inexistente. En España, parte del alto empresariado mira con recelo al Gobierno de coalición, más a la coalición que al Gobierno, lo que no implica que algunos vean en Vox y en el sector ultra del PP un perro demasiado fiero para un presente sin adversario de clase. Mejor volver a los cómodos tiempos de lo aspiracional que al incierto futuro del aventurerismo ultra. A otros, sin embargo, les puede la genética de las cacerías en el Pardo.

El populismo ultra bebe, paradójicamente, de años donde el progresismo alternativo usó un lenguaje demasiado vago, donde el sistema siempre carecía del apellido de lo económico, donde el alto empresariado pasó a ser "los de arriba", donde la lucha de clases se dió por obsoleta en favor del conflicto de identidades y donde lo nuevo pretendía sustituir a la izquierda. Piensen en Podemos si quieren, pero todo esto ya venía de antes, de los años de la antiglobalización, cuando todo aquello que tenía que ver con el hilo rojo apestaba por la caída del muro. Cuando en la cumbre del G7 en Biarritz algunos de aquellos antiglobalización se dieron cita parecían no darse cuenta de que, con Trump en la mesa, por motivos muy diferentes a los suyos, el devenir había devorado su protesta. Pero no sólo.

El Estado del Bienestar, que fue a medias triunfo de una clase trabajadora que había estado cinco años pegándose tiros con los nazis, a medias colchón contra una URSS que hasta los setenta aún era faro de posibilidad para muchos europeos occidentales, se empezó a derruir una vez que la bandera roja se arrió del Kremlin. Y lo hizo con la connivencia de la derecha liberal pero también por la incapacidad de los socialdemócratas, piedra angular, con los olvidados eurocomunistas, para la breve existencia de un capitalismo sometido a las bridas del interés público. Estos socialmócratas se han encontrado con que, de repente y covid mediante, aquello que el FMI, el Financial Times y frau Merkel detestaban hace diez años, la intervención en la economía, ahora es puesto en práctica, más como necesidad que como principio. El devenir, una vez más, parece escrito por un guionista sardónico.

El problema, y esto sí que es el cúlmen de tanta paradoja, es que algunos liberales, esos que ahora temen por el fin de su sistema político a manos de los ultras, se dan cuenta de que haber laminado a la izquierda, haber desnaturalizado a la socialdemocracia, provoca que no existan demasiadas alternativas frente a la creciente incertidumbre. Trump, Bolsonaro, Duterte, Orban o Erdogan son diferentes pero tienen una característica en común: han surgido en países donde la izquierda ha sido destruida como opción política. Sin nadie que enfrente el desbarajuste del capitalismo neoliberal han dejado vía libre a sus alumnos más inmorales y aventajados para sacar partido de la incertidumbre con la mentira populista.

Piensen en todo esto cuando alguien les diga que viene a vencer al establishment, sea quien sea, vista el traje que vista. Iba a finalizar diciendo que en tiempos confusos, contra la desvergüenza del bárbaro y la credulidad del imbécil, lo único que nos puede salvar son palabras certeras y argumentos complejos. Pero no es cierto: la razón sin concreción es tan sólo una plegaria cívica. Sólo quien ponga fin al caos neoliberal podrá ganar la partida a los ultras.

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