Otras miradas

El canal de Suez: la utopía socialista que encalló en el capitalismo

Nere Basabe

Profesora de Historia del pensamiento político en la Universidad Autónoma de Madrid

El canal de Suez: la utopía socialista que encalló en el capitalismo
El barco portacontenedores Ever Given bloquea el canal de Suez. — EFE

Prosper Enfantin, "Padre Supremo" de la corriente socialista devenida en secta sansimoniana, desembarcó junto a un grupo de acólitos en Egipto en 1833: buscaban allí a la "Madre-Mesías" con la que yacer y engendrar a la nueva humanidad que simbolizaría la reconciliación final entre clases, naciones y razas, la "Asociación Universal" que posibilitaría la durante tantos siglos anhelada paz perpetua. El listón debía de estar alto, porque en vez de dar con la Madre de la raza universal, acabaron concentrándose en la realización de un proyecto más prosaico aunque con idénticos fines: la construcción del Canal de Suez, "lecho nupcial que uniría a Oriente con Occidente" y que estos días ha ocupado tantos titulares como bromas, recordándonos una vez más los sinsentidos del capitalismo globalizado: desde las páginas de The Guardian, Rose George nos explicó que el bacalao pescado en Escocia se envía a China, a través de este hito de la ingeniería civil, para ser fileteado y envasado antes de volver a los supermercados escoceses, porque así sale más barato. Mientras el megabuque Ever Given permanecía encallado en el Canal durante una semana, el comercio mundial perdía más de ochomil millones de dólares diarios. Probablemente no era esto lo que tenían en mente aquella orden de los "Compañeros de la Mujer" que buscaban a la Mesías femenina en Oriente: pero si sus planes místicos no acabaron de cuajar, muchos de ellos sí triunfaron como hombres de negocios. Porque entre fecundar a una mujer colonizada y horadar un istmo, la metáfora está servida.

De socialistas utópicos los tachó Engels, para diferenciarse de su socialismo autoproclamado científico, aunque Marx asimilara más tarde muchos de sus postulados. Tal vez cueste desde nuestra perspectiva actual comprender cómo aquellos hombres socialistas de la primera mitad del siglo XIX elevaron con entusiasmo la industrialización a la categoría de religión. No fue aquel un movimiento proletario: sus filas las formaban ingenieros, banqueros, periodistas y empresarios, movidos por la fe de que la ciencia y la técnica traerían al mundo el progreso moral, el fin de la miseria y de las guerras. Antes que Marx, dividieron la sociedad en dos clases: la de los ociosos y la de los productores, que alcanzaba hasta el último trabajador de la fábrica y que estaba destinada a regir el mundo. Ser padres de lo que luego se llamó la tecnocracia no estaba reñido por entonces con los delirios místicos, así que lo mismo te daban una misa que proyectaban toda una red de ferrocarriles europeos, mientras abrazaban ideas sociales vanguardistas: la abolición de la herencia, el crédito sin interés o la emancipación femenina y el amor libre redimido de la tiranía del matrimonio.

Así que a principios de los años 30 de aquel siglo, el Padre Supremo Enfantin y sus discípulos se fueron a vivir en comandita a lo que ellos llamaron un monasterio en las faldas de Ménilmontant, al norte de París, y hoy llamaríamos una comuna autogestionada: uniformados con los colores de la bandera republicana, se dejaron las barbas y la cabellera largas cual hippies precursores, y fue tal su éxito que acabaron en la cárcel por escándalo público y atentado contra la moral. Tras salir de prisión, se embarcaron para predicar en el desierto: de Estambul fueron expulsados por mamarrachos, en Egipto fracasaron en su empeño de construir el dichoso Canal (el proyecto les fue arrebatado por Ferdinand de Lesseps) y en Argelia se convirtieron en los responsables de la colonización, que ellos veían como una altruista "misión de civilización". Algunos aprendieron árabe, renegaron de aquella civilización opresora y se asimilaron con los nativos; otros regresaron a Europa a seguir haciendo negocios u ocupar escaños.

La obsesión por los canales les venía de lejos: el fundador de la escuela, el conde de Saint-Simon, padre de la sociología moderna empeñado en aplicar la teoría de la gravitación universal de Newton a un proyecto de reorganización social, ya lo había intentado ante el virrey en Panamá, en la época en que fue hecho prisionero por los ingleses durante la guerra de independencia norteamericana y vendido como esclavo en Jamaica; escapó de allí en un navío mercante que lo trajo hasta España, donde trató de convencer a Carlos III de la canalización del Tajo para hacer de él una vía navegable hasta el Atlántico: no le faltaba razón, porque a Madrid siempre le ha faltado eso, una salida al mar. Se libró por los pelos de la guillotina durante la Revolución Francesa, y escribió uno de los primeros proyectos de Unión Europea. Tras su muerte, sus seguidores quisieron ampliarlo más allá, a toda la humanidad. Y eso sólo se podía conseguir, pensaron, mediante ferrocarriles, barcos a vapor y canales intercontinentales. Ni ellos ni el socialismo árabe de Nasser, que en 1956 nacionalizó el Canal para los egipcios en lo que se interpretó como la primera victoria histórica del Tercer Mundo, pensaron que el sueño de su razón produciría estos monstruos: megacargueros de más de doscientas mil toneladas, el diez por ciento del comercio mundial colapsado, un atasco visible desde el espacio. Nos hemos reído de la ya famosa foto de la pequeña excavadora frente al buque descomunal, enésima recreación de la lucha de David contra Goliat; sólo que ahora siempre gana el gigante filisteo.

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