Hay en el cine de Paolo Sorrentino unas apuestas estéticas, y que al mismo tiempo son narrativas, que a mí me cautivan, por más que me sienta muy lejos de su universo y sea evidente el lastre de la mirada heteronormativa, y con frecuencia muy machista, con la que retrata a sus personajes masculinos y sobre todo femeninos. Es evidente que al director le interesan sobre todo los hombres, en muchos casos elevados a la categoría de dioses, y que las mujeres son en todo caso seres accesorios y, ante todo, portadoras de una belleza erotizada. Tal vez el hilo que mejor recorre toda su cinematografía sea el de unas masculinidades sagradas, en su apogeo o en crisis, y la concepción de las mujeres y de lo femenino como una suerte de paraíso. No es de extrañar pues que sus obras estén llenas de madres, putas, modelos, amantes, monjas o féminas que rayan la locura.
Fue la mano de Dios confirma esas apuestas y se convierte en la película menos manierista de Sorrentino. El relato autobiográfico del Nápoles de los 80, en el que asistimos a la pérdida de la inocencia del joven Fabio, o el propio Paolo, tiene en muchos momentos el pulso de Fellini y, en otros, la carga de ternura dramática y humorística al mismo tiempo que hemos visto tantas veces en Almodóvar al contar historias de familia. De nuevo, aparece la "mano" del director de The Young Pope en la composición de imágenes bellísimas, en esta ocasión magnificadas por la luminosidad del sur de Italia, y ese gusto suyo por, en una especie casi de realismo mágico, mezclar lo posible y lo imposible. Lo real y lo milagroso. Y en este caso lo segundo tiene mucho que ver con el "dios" Maradona que ocupa el altar de una masculinidad que invade el patio del colegio dándole patadas a un balón. Y ya sabemos: si dios es hombre, el hombre es dios (Mary Daly).
Y frente a este mundo de hombres heterosexuales y con poder, aunque solo sea el que deriva de su estatus familiar, las mujeres con cuerpos esculturales que les provocan erecciones, las rebeldes a las que se las tacha de putas y de locas (esa Patrizia que merecería ella sola una película), las que ocupan escenarios como objetos imposibles de deseo, las madres sufridoras y cuidadoras, las extravagantes que no son comprendidas o las que, como la solícita vecina de Fabio, ofrecen su cuerpo para que los hombres vean satisfechas sus necesidades. Las sacerdotisas del placer y la lujuria. Las pacientes y las histéricas. Las que nunca tienen un proyecto vital propio o bien son unas fracasadas en sus intentos de rebelarse contra el mundo de los hombres.
Fue la mano de Dios, que tiene lo mejor en el retrato del universo familiar, más que el tantas veces contado episodio de un joven que se ve obligado por circunstancias dramáticas a abandonar la inocencia, es también el relato de cómo nace una vocación. De cómo se crea en Fabio/Sorrentino la necesidad de contar y de contarse. Y de cómo en esa vocación son siempre una fuente los recuerdos, las heridas y los silencios de lo vivido. La patria de la infancia, como tantas veces hemos visto, como antes apuntaba, en el cine de Almodóvar. En este sentido, son muchas las conexiones que podríamos establecer con su Dolor y gloria, por ejemplo. Con la diferencia de que en el relato de dioses hombres que nos ofrece el italiano queda muy claro que solo cabe entender el mundo desde la heterosexualidad. Ahí están el ídolo del Nápoles, los santos católicos, los padres mediterráneos y los pechos turgentes de Patrizia para demostrarlo. Y la mirada del joven que se marcha a Roma y que se convertirá en director de cine para certificarlo en forma de historias en las que no dejará de contarse a sí mismo. Desde las grietas por las que supura su punzante masculinidad.
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