En 2022 se decide a qué nueva normalidad nos asomamos cuando por fin dejemos atrás la pandemia.
La capacidad de la política española para generar frustración es tan monumental que a veces olvidamos cómo gran parte de las decisiones sobre nuestro futuro ni siquiera se toman aquí. La gestión económica es el ejemplo más claro. Nuestra política monetaria se decide en Frankfurt e incluso el resurgir del laborismo en España se inscribe dentro de un fenómeno global. Y a la política fiscal, de cuyo margen de maniobra depende la recuperación económica poscovid, le sucede lo mismo.
A finales de 2022 vuelven a entrar en vigor las reglas fiscales europeas, suspendidas en marzo de 2020. La pieza fundamental es el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, que limita la acumulación de deuda pública de los Estados miembros a un 60% de sus PIBs, y los déficits a un 3%. Combatir la covid-19 exigió deshacerse de este corsé, pero incluso antes de la pandemia se había vuelto patente la necesidad de reformarlo. El Pacto consagra una apuesta por la austeridad fiscal propia de una época –la "Gran Moderación", definida por una inflación baja, tipos de interés moderados, un crecimiento sostenido y estabilidad macroeconómica– que desapareció en 2008 y no volverá. De 2010 en adelante, las políticas de recortes adoptadas para cumplir con las reglas fiscales europeas no solo agravaron la recesión económica, sino que tampoco volvieron más sostenibles las cuentas públicas de la zona euro.
El imperativo de mitigar el impacto de la covid-19, invertir en la transición energética y que la UE desarrolle autonomía –en el plano económico además del diplomático– implica que unas reglas fiscales diseñadas en los años 90 tampoco servirán de 2023 en adelante. Pero no existe un consenso sobre cómo reformar el Pacto. Emmanuel Macron y Mario Draghi abogan por una hoja de ruta ambiciosa, que proporcione a la zona euro nuevos instrumentos de coordinación económica y mayor margen para realizar inversiones públicas a gran escala. En la esquina opuesta están los países "frugales" (Austria, Dinamarca, Suecia, Holanda), que buscan limitar sus compromisos a escala europea y cambiar las reglas lo mínimo posible. Alemania ocupa la posición clave: en 2010 su apuesta por las políticas de austeridad la llevó a alinearse con el segundo grupo, mientras que en 2020 apoyó una respuesta anticrisis más proactiva.
¿Qué posibles desenlaces se darán? A día de hoy nos encontramos con tres escenarios distintos, que responderían a tipos ideales.
En el primero, las reglas originales se restablecen sin contemplaciones. El resultado es un nuevo 2010: consolidación fiscal apresurada, recortes que dañan la recuperación económica y disparan el desafecto social. Combustible para la derecha radical, que se ha erigido como principal fuerza anti-sistema en la era del coronavirus. A día de hoy, este escenario parece improbable. Cabe recordar que, tras la crisis de 2008, el intervalo keynesiano apenas duró quince meses –menos de lo que ya ha durado la actual respuesta anticrisis europea–. Por más que a algunos frugales fantasean con retornar a la austeridad, la adopción de estas políticas fue tan nefasta que es difícil concebir un segundo tropiezo con la misma piedra.
Una segunda opción, que también goza de precedentes extensos, es no hacer nada. En este escenario las reglas se restituyen formalmente en un año, pero ningún Estado miembro las acata. Nos encontramos ante una alternativa menos desastrosa que la primera, pero en última instancia insostenible: erosionaría la legitimidad de las instituciones europeas y no haría más que trasladar el problema actual al futuro. Para entender por qué esto es peligroso, resulta útil examinar qué pasó cuando algunos Estados miembros ignoraron el Pacto antes de 2008. No fueron los mal llamados PIIGS, sino Francia y Alemania. Entre 2003 y 2005, París y Berlín gastaron más de lo que los tratados europeos permitían. Aunque contaban con razones para ignorar las reglas fiscales –especialmente Alemania, que acumulaba la resaca del proceso de reunificación–, de 2010 en adelante la laxitud de la Comisión Europea ante estas dos infracciones se interpretó como el motivo por el que otros países de la zona euro terminaron abandonando la disciplina fiscal. La solución que se planteó ante esta dejadez de funciones fue una reimposición brusca y catastrófica de las políticas de austeridad. Como señalan los economistas políticos Mark Blyth y Matthias Matthijs, las autoridades europeas se valieron de un proceso de observación aparentemente racional para llegar a conclusiones equivocadas.
El tercer escenario presencia una reforma exhaustiva. 2022 abre las puertas a una zona euro con una gobernanza federal plena, en la que no solo rigen criterios de estabilidad macroeconómica, sino también de cohesión y bienestar. Como este desenlace también es un tipo ideal –porque su realización, a día de hoy, no parece demasiado factible–, podemos adornarlo con más desiderátums europeístas: una acción exterior plenamente coordinada, un BCE muy proactivo en la lucha contra el cambio climático, fiscalidad común para la zona euro (incluyendo a Estados que actualmente son paraísos fiscales), políticas de defensa que doten a la UE de autonomía estratégica, elecciones europeas con el sistema de Spitzenkandidaten que tanto entusiasma a los entendidos en la materia, etcétera. De esta crisis salimos más fuertes, al ritmo de la Oda a la Alegría.
Lo más probable es que se produzca un compromiso a medio camino entre las tres opciones. Eso no terminará de entusiasmar a nadie, pero tampoco despertará agravios inmensos. Para un país como España, la prioridad en este debate es relativamente simple: evitar una respuesta contraproducente a la crisis actual, como la que tuvo lugar en 2008. Para eso será clave perpetuar el despliegue de instrumentos europeos inaugurados en 2020, como el fondo de asistencia al desempleo, SURE, o el plan de estímulos Next Generation EU. En lo que respecta al endeudamiento público, será necesario flexibilizar el famoso 3% y 60%.
Tal vez no estemos ante otro desiderátum. El Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) sugirió a finales de octubre elevar el umbral de deuda pública del 60% al 100%. El nuevo gobierno holandés, pese a continuar presidido por Mark Rutte –famoso por su conservadurismo fiscal–, se muestra más partidario al gasto público. En Alemania, el cambio en la presidencia del Bundesbank tal vez convierta al influyente banco central en una institución menos ortodoxa y dominante a nivel europeo. El liberal Christian Lindner, nuevo ministro de Finanzas, se ha mostrado menos opuesto a flexibilizar las reglas fiscales europeas que durante la campaña electoral. Y el canciller socialdemócrata, Olaf Scholtz, se encuentra ante la oportunidad de poner en práctica una hoja de ruta económica que potencie el crecimiento de Alemania y el del resto de la UE. En parte por eso –y también por los vínculos históricos entre el PSOE y el SPD–, el gobierno español ha optado por acercar posiciones con Scholtz antes que apoyar las reformas de las reglas fiscales promovidas por Macron y Draghi.
Hasta aquí, el vaso medio lleno. Pero también hay razones para verlo medio vacío. Si Scholz arrastra los pies a la hora de promover reformas europeas –como Angela Merkel hizo con Macron entre 2017 y 2020–, la coordinación entre España y Alemania podría convertirse en una oportunidad perdida. Las nuevas variantes del coronavirus amenazan al crecimiento económico y pueden hacer saltar las costuras de unos presupuestos españoles demasiado conservadores como para promover una recuperación sólida. Si ante un aumento sostenido de la inflación el BCE subiese los tipos de interés de manera precipitada, pondría en peligro la recuperación económica. Según los sondeos, la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Francia enfrentará a Macron contra candidatos más euroescépticos (Marine Le Pen), más conservadores en lo económico (Valérie Pécresse), o una combinación de ambas (Eric Zemmour). Un giro en falso en cualquiera de estos frentes puede hacer descarrilar el intento de dar con unas reglas fiscales más justas y eficaces.
Si 2020 detonó una crisis sin precedentes, 2021 ha presenciado una estabilización relativa de la situación (aunque a nosotros, sumidos en los últimos coletazos de un año que se ha revelado agotador, difícilmente nos lo parezca). Pero no es el momento para bajar la guardia. En 2022 se decide a qué nueva normalidad nos asomamos cuando por fin dejemos atrás la pandemia.
Comentarios
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