Otras miradas

Escapar nunca fue una opción

Manuel Romero Fernández

Director del Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social

Escapar nunca fue una opción
Pablo Iglesias y Eduardo Inda debaten en La Sexta Noche

En los últimos días hemos asistido a la revelación pública de algunos escándalos notables que ponen entre paréntesis la pretendida naturaleza de las democracias occidentales: García Ferreras, presentador de Al Rojo Vivo, ha cooperado con Villarejo e Inda para divulgar de manera consciente información burdamente falsa con el único propósito de perjudicar a Podemos; John Bolton, exasesor de seguridad de Trump, ha confesado haber participado en la organización de golpes de Estado en diferentes países. Ante esto, la reacción de la izquierda podría sintetizarse en el meme en el que alguien se lleva las manos a la cara y en la parte inferior de la foto aparece un rótulo que dice *pretends to be shocked*.

Recuerdo la primera vez que alguien, en realidad fue Pablo Iglesias, en los inicios de Podemos dijo aquello de que la estrategia de la izquierda no podía seguir pasando por ponerse de perfil, por retirarse de los circuitos mediáticos a pesar de estar viciados por dinámicas corruptas y tramposas. Así fue, el tipo de la coleta empezó a hacerse conocido por ponerle los puntos sobre las íes al soberbio de Inda o al suavón de Marhuenda en La Sexta Noche, en Intereconomía y en otras tertulias políticas infames. Lo que sedujo a tantísima gente fue la aparición de una nueva pieza que con sus intervenciones hacía coherente algunos de los elementos presentes en un sentido común difuso y fragmentario. A diferencia de otros proyectos de izquierdas, era perfectamente consciente de que cualquier política con ambición de mayorías pasaba por estar presentes en los platós y en las radios, y en la estructura, en definitiva, del adversario. Que los grandes medios de comunicación en España son pozos de desinformación y que están plagados de tertulianos cuyo objetivo es enfangar el debate público a base de bilis y calumnias ya lo sabíamos, pero lo importante entonces era cómo hacer malabares para colar un mensaje, denunciar las corruptelas y definir un programa de intervención con el poco margen que teníamos.

Alguien podría decir que entonces la coyuntura era diferente (y efectivamente lo era). Pero un análisis comparativo a bote pronto de ambos contextos creo que no hace más que reafirmar lo que defiendo aquí: que retirarse de las tertulias políticas con más audiencia del país es lanzarse piedras contra el propio tejado. Si entonces habitábamos un tiempo contagiado del espíritu del 15M, con un imaginario difusamente renovador, desaparecer de los escenarios mediáticos es un lujo que no podemos permitirnos en un momento de resaca de la acción y el discurso progresista y un avance global de la reacción. La integridad de un proyecto político o cultural no puede medirse por la ausencia de participación en los circuitos trucados del régimen del 78, sino a pesar de hacerlo. Esto quiere decir que seguir colaborando no es bajo ningún concepto sinónimo de hacer oídos sordos o, como ya se ha dicho, de «colaboracionismo con los siervos del capital». Es una posición táctica más, que implica la asunción y el reconocimiento de los logros del adversario para establecer el terreno de juego. Y nuestra participación en sus espacios tiene que ir en dos direcciones: 1. Denunciar la guerra sucia, las tramas mafiosas y los complots para embarrar la conversación pública y la democracia; 2. Tener un programa coherente de renovación y transformación para acabar con esas prácticas.

El otro día en Twitter, un anónimo me espetó irónicamente: tú juega en su tablero así seguro que ganas la partida. A lo que yo me pregunto, ¿hay otro tablero posible en el que jugar la partida? ¿Hay un tablero «nuestro» y otro «suyo»? Es más, ¿hay acaso un tablero definido? ¿No es precisamente la correspondencia y el intercambio en el juego lo que va modificando el tablero en el que se juega la partida? No podemos obviar que esto no es solo un problema de los medios de comunicación, sino que afecta a la democracia en su conjunto. El otro día leí a alguien que decía que no son las cloacas, son los cimientos. Y es así. Vivimos en un sistema democrático de bajísima intensidad cuyos pilares están cimentados en un lodazal de corruptelas. Para decirlo de manera metafórica, me voy a permitir robarle a mi compañero Juan Ponte, responsable de formación de Izquierda Unida, una cita de Emilio Lledó a propósito del mito de la caverna que me ha parecido tremendamente ilustrativa: «lo verdaderamente falso es la cueva misma».


Me parecería un error garrafal si, para la izquierda, la moraleja de lo ocurrido es la de ausentarse de los medios que contribuyen a la difusión de bulos y fake news (es decir, un 90%). Es por esto por lo que no estoy de acuerdo con la decisión que han tomado los compañeros y compañeras de El Salto, aunque es completamente legítima y valiente y ha sido ejemplar e impecable en sus procedimientos. Es también de recibo señalar, antes de lanzar y poner calificativos como el de «beatos» o «puristas», que el equipo de El Salto es el principal afectado por esta decisión, ya que pierden una oportunidad de oro para tener mayor visibilidad, pero también los televidentes que ya no van a contar más con la posibilidad de escuchar y aprender de los análisis de Yago Álvarez, uno de los pocos, o quizá el único, economistas críticos, profesionales y militantes del prime time televisivo.

Cuando escribo estas palabras pienso en alguien como mi madre, una persona de izquierda cuya socialización política se hace a través de los medios convencionales, con la excepción de La Base y Público, y de las voces de Àngels Barceló o Javier Aroca. Por eso, siempre insistiré sobre lo mismo: mientras no tengamos una alternativa real para hacer llegar nuestro discurso a la mayoría de las casas y las familias de este país, todos los espacios de intervención en los que podamos estar son pocos para denunciar y transformar la esfera pública, para hacer de las cloacas un mal recuerdo del pasado y avanzar hacia una sociedad (mucho) más democrática.

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