Otras miradas

Combatir la desigualdad, porque todas las vidas cuentan

Marta Higueras Garrobo

Concejala del Ayuntamiento de Madrid

Combatir la desigualdad, porque todas las vidas cuentan
Una mujer muestra una camiseta que reza 'Sanida Pública' mientras se manifiesta por la Sanidad Pública y contra los recortes con el lema ‘Ayuso & CIA dan la estocada a la Sanidad Pública’ en la plaza del Callao, a 18 de septiembre de 2022, en Madrid (España).- EUROPA PRESS

La gran movilización madrileña del domingo 13 de noviembre ha puesto de manifiesto el rechazo abrumador a la brutalidad del abandono de la sanidad pública por el gobierno del Partido Popular en Madrid.

Ni las manifestaciones ni las encuestas, lo sabemos, garantizan un resultado electoral a favor de las izquierdas, pero sí revelan lo que parece un cambio: la gente reconoce que es muy grave el deterioro y la pérdida de lo público en Madrid (cuando no su robo o su uso para beneficio de privados) y acusa recibo de cómo esto devalúa las vidas de todas y de todos.

La presidenta Ayuso y el alcalde Almeida insisten en exhibir, con sus palabras y sus políticas, un desprecio inmoral ante las necesidades de quienes vivimos en los pueblos, ciudades y villas de la región. Ya ni el eslogan de "libertad", superficial y vacío, logra disimular su tremendo egoísmo y su clasismo vergonzoso. Pero la mayoría madrileña de pronto no parece dispuesta a tragarse ese proyecto de banalización del mal y de degradación de la política.

Con el (di)lema falso: "Comunismo o libertad", que fue su caballo de batalla en la pasada campaña electoral, Ayuso ha pretendido reducir la esfera de lo público a "comunismo", y justificar una operación de destrucción de lo que —por definición y porque lo financiamos con nuestros impuestos— es propiedad de todas las personas que residimos en Madrid. Con ese lema, la presidenta de esta Comunidad ha depreciado los servicios públicos, con un ensañamiento sin límites en el caso de la sanidad.

Han pretendido Ayuso y el PP, con apoyo del resto de las derechas, imponer la falacia de que la libertad individual y el sector público tienen intereses antagónicos. Cuando la verdad es precisamente la contraria: sólo el Estado y las instituciones públicas, sólo un sector público sano y fuerte, pueden garantizar los equilibrios necesarios para que se respeten los derechos individuales de todas las personas y todas puedan actuar como agentes libres. Todas —insisto—, y no únicamente las que tienen posiciones o condiciones privilegiadas para hacer valer su voluntad.

La mayoría madrileña que se manifestó en las calles empieza a considerar que en una sociedad verdaderamente libre deberemos tener servicios públicos de primera, financiados sin mezquindad, respetuosos con sus profesionales y con su personal, y bien gestionados. Porque esos servicios son un punto neurálgico del estado de bienestar y de una concepción humanista de la política que pone en su centro la dignidad de la vida humana y de la vida en general.

De pronto, además, parece comprenderse que el abandono de lo público es un mal social que acrecienta las desigualdades, y que perjudica no solo a las mayorías que las sufren. El crecimiento de la desigualdad empobrece primero a las personas desfavorecidas, es cierto, pero luego a la sociedad en su conjunto. Que falte equidad es siempre fuente de conflictos, da alas al populismo, nos hace cómplices del deterioro ético de las comunidades y es torpe hasta desde una perspectiva puramente económica.

¿Cuáles son esas realidades que demuestran el desprecio que los gobernantes sienten por quienes residimos en Madrid?

La lista es larga y crece. El partido que gobierna Madrid desvía fondos públicos para pagar comisiones a un entorno clientelar; desprecia la exigencia europea de ciudades armónicas con el medioambiente y desacata decretos como el de ahorro energético; favorece negocios privados —como los pelotazos urbanísticos o las terrazas anárquicas– que atentan contra la vida de los barrios; es caótico en la gestión de la recogida de basura; ignora leyes a las que obliga la decencia, como la de memoria democrática; gestiona favoreciendo a quienes más tienen y penalizando y criminalizando a las personas más pobres —como las becas—; desprecia años de logros en derechos humanos desacreditando el feminismo, incitando a la discriminación de migrantes y humillando o desconociendo las conquistas de los colectivos LGTBI.

A las personas que nos relacionamos y que convivimos nos corresponde cuidarnos, ofrecernos seguridad y apoyar a quienes más lo necesiten. Lo hacemos (o deberíamos hacerlo) con nuestra pareja, con nuestra familia, con nuestras amistades. Y lo hacemos (o deberíamos hacerlo) con nuestra sociedad. Era ese el significado del abrazo —basado en el magnífico cuadro de Juan Genovés para rendir homenaje a los abogados de la Matanza de Atocha—, que dio lugar al monumento homónimo en el barrio de Lavapiés y simbolizó Madrid durante el gobierno de Manuela Carmena.

España, y el conjunto de Europa, está a las puertas de una recesión, la inflación nos apremia y tendrá un fuerte impacto en la vida de quienes, por sus circunstancias personales o por un golpe de la mala suerte, requieren ya o tendrán que requerir los servicios públicos. Por ello es imprescindible luchar para destinar más recursos a la atención de esas personas, diseñar políticas públicas que las pongan en el centro. Y nada de eso aparece en las intenciones, en el discurso ni en los programas de los partidos de las derechas que hoy coinciden en el gobierno de Madrid.

La supresión o los recortes de los servicios públicos son discriminatorios, afectan más a quienes menos tienen, pero también perjudican a las personas que se creen en zona segura, en términos económicos: desiguales por arriba, inmunes a las injusticias económicas y sociales. La verdad es que, aunque seamos afortunadas y afortunados, aunque tengamos más posibilidades y capacidades que otros, nunca estaremos al margen de las carencias a nuestro alrededor.

Quienes, con mucha inconsciencia, se sienten al margen de la pobreza solo contribuyen a deteriorar la democracia y, antes o después, tendrán que afrontar las consecuencias de eso que hoy les parece ajeno. En el mejor de los casos, lo harán por el entorno hostil. En el peor por la pérdida de propios derechos y hasta por el riesgo que correrá la democracia y la propia libertad, porque vacía de contenidos, vacía de posibilidades de acción real, la libertad no es nada. Por eso es tan significativo que haya sido el "Canto a la Libertad", de José Antonio Labordeta, el himno que entonamos cientos de miles de personas en Cibeles el pasado 13 de noviembre.

Por mi parte, y como si fuese un mantra, declaro que no quiero vivir en una sociedad egoísta, mezquina, decepcionada y triste. No quiero mirar a otra parte cuando mi entorno sufre. No quiero ser parte de un sálvese quien pueda. Quiero que la acción política tenga el sentido más noble que ha tenido desde sus orígenes: reclamar que todas las vidas cuentan, que todas deben ser igualmente consideradas y tener derecho a todos los cuidados.

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