¿Qué sentido tiene esta nueva fase belicista consensuada en la OTAN? Indudablemente, prolongar la guerra para desgastar al ejército y el régimen ruso. Según diversos expertos, la puesta a punto operativa de los tanques concedidos -entre cuatro y seis meses los Leopard alemanes y hasta un año los estadounidenses- y su limitada cantidad -unos cien- no son garantía para una ofensiva Ucrania vencedora estratégicamente; la siguiente oleada armamentista son los misiles de larga distancia y los cazas -sobre todo estadounidenses- que entrarían en servicio dentro de unos dos años. O sea, hay una implicación armamentística de los países de la OTAN, con solo tropas de apoyo logístico e inteligencia.
Esa dimensión armamentística y marco temporal coincide con los pronósticos de estrategas del Pentágono que se plantean entre tres y cinco años de guerra para debilitar lo suficiente al ejército ruso y poder negociar en una posición de fuerza su retirada de una parte significativa de esos territorios (¿incluido Crimea? como dice Zelenski)... sin entrar en los riesgos de una confrontación abierta y general con tropas directas de la OTAN y sin incurrir en el peligro de una reacción nuclear rusa si considera que afecta a su supervivencia como Estado y su integridad político-territorial (¿con las nuevas zonas anexionadas?).
Pero en la nueva fase atlántica ofensiva entran dos tipos de factores que no suelen exponerse públicamente o que se tergiversan: uno de realismo estratégico respecto de la relación de fuerzas político-militares de ambos contendientes (la OTAN -que ya sustituye a Ucrania- y Rusia y cómo quedaría su régimen y el futuro de los equilibrios estratégicos); dos, la débil legitimidad pública de este plan gubernamental de las élites dominantes, particularmente, en los países centrales europeos, incluido España, considerando las prolongadas consecuencias socioeconómicas negativas para la mayoría de la población y los efectos sociopolíticos problemáticos de refuerzo de las dinámicas autoritarias y de ultraderecha.
El empeoramiento socioeconómico derivado de la guerra, con la pérdida de capacidad adquisitiva en primer plano junto con el contraste de otros grandes beneficiarios ya no es solo achacable a la terrible invasión rusa sino también a la determinación estratégica de la clase gobernante occidental de prolongar la guerra sin una apuesta diplomática negociadora por una paz creíble.
Es una responsabilidad compartida de ambos bloques por la dimensión geopolítica del conflicto que subyace en la relevante desconfianza popular europea al belicismo imperante y a su cobertura ideológica: los dos nacionalismos neoimperiales en pugna, de fuertes inercias conservadoras, regresivas y antidemocráticas. Y, aunque esta amplia conciencia crítica no tiene una gran traducción institucional, hegemonizada por los principales grupos políticos europeos, incluido los Verdes alemanes en conflicto con su origen y tradición ecopacifista, supone una significativa corriente cívica pacifista que apuesta por la paz inmediata y exigirá responsabilidades políticas.
Así, dejando al margen la exigencia de responsabilidades del pueblo ruso -y las instituciones internacionales- a sus gobernantes, la intensidad y las fases del intervencionismo militar occidental están condicionados por ese déficit de legitimidad democrática del nuevo belicismo. Para contrarrestarlo las élites dirigentes deben implementar un proceso todavía más consistente de propaganda justificativa o relato fanático y anti pluralista, ya que a tenor de las encuestas no han conseguido doblegar la relevante opinión pacifista.
Es evidente el fracaso de los objetivos maximalistas del Gobierno de Putin, con su ilegítima intervención neoimperialista, de tratar de imponer un cambio del régimen ucranio y controlar el grueso de su territorio. La necesaria solidaridad con el pueblo ucranio y el rechazo a la invasión rusa han salvado su soberanía estatal y frenado la invasión. Lo que se ventila ahora es el control de la zona sureste, sobre todo, Crimea y el Dombás, que supone una cuarta parte del territorio y la población ucrania, con especificidades histórico-culturales. Pero vuelven a superponerse los dos planos, la defensa de un pueblo agredido por un prepotente agresor, y los intereses y la dinámica geopolítica por la primacía mundial, con el abandono de la autonomía estratégica europea.
Así, en una primera fase se establecieron los acuerdos de Minsk del año 1995, sobre el reconocimiento de la diversidad nacional de esas zonas y su autonomía específica, junto con la neutralidad del país en relación con la OTAN como garantía de seguridad para Rusia. Los suscribieron todas las partes ucranianas, con el aval europeo, pero enseguida se encontraron con el boicot estadounidense y se paralizaron. Se pasó a la segunda fase, iniciada con la guerra de 2014, que se mantuvo a nivel local hasta la invasión rusa de 2022, en que se inicia esta tercera fase escalonada y cada vez más global e incierta.
Con ella los dirigentes occidentales aprovechan para ampliar los objetivos geopolíticos precedentes: consolidar la primacía de EEUU, de su complejo militar industrial y su papel hegemónico en el ámbito mundial, con los objetivos geoestratégicos a medio plazo para contener a China y sus aliados rusos. El resultado sería la subordinación estratégica de la Unión Europea -y de Alemania y Francia en particular-, junto con las negativas consecuencias socioeconómicas para su población, así como la contención de la dinámica autónoma y multipolar en el resto del mundo, es decir, en el sur global asiático, africano y de América Latina, que es la mayoría de la humanidad.
Pero la solución a implementar es diferente, tiene otra lógica y está en oposición a las estrategias principales de los dos contendientes fundamentales el Gobierno ruso y el Gobierno ucranio y la OTAN, aunque se puedan compartir posiciones parciales comunes. Se trata de una tercera posición pacifista y respetuosa con los derechos humanos que enlaza con una opinión ciudadana relevante: negociar la paz inmediata, empezando por la desescalada del conflicto, con las garantías de seguridad para todas las partes, la resolución democrática y acordada del conflicto territorial y la recomposición de las condiciones sociales, económicas y políticas favorables a los pueblos afectados, en primer lugar a las dos partes ucranias.
Desde luego, aunque con un significativo apoyo social, este enfoque no tiene suficiente fuerza social y política para implementarlo, pero no por ello es irreal. Quizá haya que esperar a que se evidencien todavía más los efectos nefastos de ambas estrategias dominantes, se consolide una amplia corriente social pacifista, democrática y solidaria y, tal como avanzan algunas opiniones realistas del poder establecido, se gire hacia la salida del callejón sin sentido fáctico y democrático de la guerra.
La cuestión es la dimensión de los desastres humanos que habrá que experimentar, la ilegitimidad manifiesta de las estrategias belicistas y la voluntad democrática y pacifista que habrá que desarrollar. Es cuando se harán sentir los derechos humanos y los valores igualitarios-solidarios por una emancipación real de los pueblos.
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