Hace dos semanas se estrenó la tercera temporada de El Mandaloriano, una de las producciones Star Wars más exitosas e interesantes de la última hornada. Tanto Andor, una serie política que habría hecho sentir orgullo a Alan J.Pakula o al Ken Loach de La Agenda Oculta, como la serie de animación La Remesa Mala siguen ampliando el universo de ficción en temas y personajes, en vez de hundirse en la catedral de nostalgia con complejo de inferioridad, tal y como sucedió con El Ascenso de Skywalker. Esta última producción fue una película milimétricamente diseñada para restituir la honra masculina del fan más reaccionario de la saga, ese que en el fondo no quiere que nadie más juegue con un juguete que le hizo feliz hace cuarenta y cinco años.
El Mandaloriano ha logrado cosas que parecían imposibles hace apenas unos años. Mando y Grogu son dos nuevos personajes con un poder simbólico a la escala de Han Solo o Luke Skywalker y la princesa Leia. La serie ha recuperado el ritmo aventurero y el sentido de la maravilla que algo como Star Wars nunca debe perder. Es una serie que parece una novela barata de ciencia ficción y fantasía con toques de Western.
La cuestión es que el inicio de la temporada nos ha traído al Mandaloriano más religioso y, con ello, ciertas señales de un posible cierre conservador de la historia. Intento explicarme mejor.
El Mandaloriano es una serie que cuenta la historia de Mando (nombre real, Djin Jarin) tras su cruce con Grogu, una adorable criatura con un enorme poder relacionado con la fuerza, como los jedis que conocemos de 1977. Mando, al que se le conoce también como el Mandaloriano es criado desde niño como expósito de una secta formada por otros mandalorianos (nacidos en el planeta Mandalore) y que se llaman Hijos de la Guardia. Es decir, no todos los mandalorianos siguen las creencias de Mando, algo que él además ignora.
Uno de los elementos de esas creencias, además de un culto guerrero que lo emparenta con el Conan de Robert E Howard de los años 20, es que jamás se debe quitar el casco, uno de los iconos clave del personaje. Lo que vimos en las dos primeras temporadas es un viaje desde la creencia religiosa hacia la secularización. La relación con Grogu va haciendo que Mando se deconstruya hasta el punto de que termina por quitarse el casco. Sus convicciones religiosas quedan superadas por una forma de orden distinta. En el último capítulo de la segunda temporada culmina su viaje y le entrega a Grogu a "su gente". ¿Quién es su gente? Otra orden religiosa. En este caso representada por el cameo fantasmagórico de un Luke Skywalker, rejuvenecido a golpe de imagen de archivo y deepfake: Los jedi.
Este final, satisfactorio, aunque un poco atado a la nostalgia, obligaba a la serie a responder a la pregunta que todo universo de ficción se hace cada cierto tiempo: ¿Y ahora qué? Y la respuesta de El Mandaloriano es la definición de ese giro conservador del que hablaba, porque se responde como una doble vuelta a casa. La primera vuelta es que acto seguido, Mando va a buscar al mismo Grogu, del que se despidió hace apenas cinco minutos y le permite elegir si quiere seguir entrenando con el Jedi o volver con él. Grogu elige volver con él, a casa. En segundo lugar, ese Mando ya deconstruido decide reconstruirse. Su nuevo objetivo es volver a ser integrado en la orden religiosa, para lo cual deberá ir al planeta de origen de los suyos, Mandalore, y sumergirse en las aguas vivas de las minas donde sacaban el mineral que permite producir sus resistentes armaduras. Cualquier evangelista o cualquier talibán estaría encantado con esta idea de regreso sistemático a la interpretación literal de los textos sagrados y a que todo renacimiento es sobre todo una vuelta al origen, no un camino nuevo.
Pero resulta que por el camino Mando ha conocido a una mujer, una amiga. También mandaloriana, pero que no pertenece a la secta. Una mujer llamada Bo-Katan. Bo-Katan es la que le describe por primera vez el mundo como algo que va más allá del estrecho confín de la secta que lo ha criado y es la persona que le salva la vida en este segundo capítulo después de que al bueno de Mando se le ocurra sumergirse en unas aguas ancestrales habitadas por criaturas milenarias que están más a las cosas de comer que a las de rezar.
Las ficciones tradicionales nos presentaban siempre un acto, normalmente el cuarto, en la que el héroe, cumplida su misión, volvía a casa. Volver a casa era el recordatorio de que el viaje del héroe tenía por objetivo mantener la casa intacta. Es decir, dejar el mundo tal y como estaba. La aparición del feminismo, especialmente en esta última ola que estamos viviendo, plantea más bien una respuesta distinta a la pregunta "¿Ahora qué hacemos?". Esa pregunta nunca se responde diciendo "Volvamos a casa", sino más bien, "fundemos una casa nueva".
Fundar una nueva casa es el desafío del mundo en el que vivimos y es del desafío de todos los universos de ficción habidos y por haber. Es el problema de la Fase IV del Universo Marvel, el problema de Harry Potter, el problema del panteón de dioses y héroes de DC y la pregunta que se hace cualquiera que se plantea cómo volver a poblar de vida el universo de El Señor De los Anillos. Cómo salir del eterno retorno de la nostalgia y la vuelta al origen.
El mandaloriano está en una encrucijada interesante, similar a la que vivimos nosotros ahora. Puede volver a ponerse el casco, reincorporarse a la secta, recuperar el origen, o puede explorar otro camino, uno nuevo, junto a un Grogu que ya no será nunca Jedi y una aliada feminista: Bo-Katan.
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