Otras miradas

Trabajo, ansiedad y ojeras negras

Israel Merino

Periodista. Autor de 'Más allá de la noche: Crónica de lo salvaje y lo precario'

Trabajo, ansiedad y ojeras negras
Un tren de Metro lleno de gente, en Madrid (España), a 11 de enero de 2021. -EUROPAA PRESS

Cuando me levanto, lo primero que hago tras apagar el radiodespertador es ir al baño a palparme las ojeras y fantasear con rellenármelas de ácido.

Me imagino el líquido corrector entrando por mis células para rellenar toda la podredumbre que se acumula bajo mis ojos y, así de repente, vuelvo a sentir ganas de esforzarme y apretar los dientes hasta resquebrajarme las encías, aunque las fuerzas me duren lo mismo que un viaje de popper.

Después, la realidad vuelve a por mí y hay que rellenar la taza de café y hay que empapar la bayeta en lejía y hay que cortarse las uñas y hay que lavarse la cara para enseñarle la mejor de las sonrisas blancas al jefe (dientes, dientes). Y así, un día tras otro.

Todo esto no para vivir, no, sino para poder trabajar; es decir, para poder pagar un piso, una silla de escritorio que me yerga la espalda y unas gafas con filtro azul, que un colega médico me dijo que se las pidiera a la óptica la próxima vez que me fuera a graduar la vista, que me permitan seguir día a día con lo mismo; con el mismo esfuerzo, con el mismo trabajo, con la misma rutina.

No somos animales salvajes, sino animales laborales que vivimos para repetirnos como platos blancos; no encontramos otro futuro, otro destino, que el de ser atontados que curren hasta que no seamos capaces ni de aguatarnos nuestra propia mierda. Y espérate, que hay iluminados que todavía quieren subir más la edad de jubilación.

Lo peor de todo es que no hay esperanzas de ningún tipo. No existe ninguna posibilidad de escapar de la rueda, de encontrar algo mejor, más chachi, que nos haga felices y, al menos, nos ayude a apagar la vocecilla del tipo al otro lado del radiodespertador con un poquito menos de rabia.

Cada mañana, cada tarde y cada noche se reduce a trabajar ansiosos, a teclear o a picar piedra o a cargar camiones (os puedo asegurar, aun así, que sé que soy un privilegiado por poder pagar el taco de facturas juntando palabras) rezando para que esa llamada no llegue, para que el teléfono no te dé la noticia de que estás en la calle y que entonces la ansiedad, ese monstruo que se relame royéndote el tuétano de los huesos, no haga que los padrastros se te claven tan dentro que tengan que venir a sacártelos con una Karcher. Y la idea de que esa llamada puede llegar en cualquier momento, sí, es la que cincela cada vez más hondo nuestras ojeras.

Dicen los rojipardos que antes la vida era mejor, que antes, por lo menos, podías pillarte no sé qué Thermomix a plazos y comprarte un piso a cincuenta años e incluso irte a Benidorm una semana; lo dicen como si todo eso fuera un sueño, un Edén conceptual, una maravilla. Pero no lo es, no. Sigue siendo lo mismo, sigue siendo trabajar para conseguir un estímulo positivo que te ayude a seguir trabajando.

Cada vez más solo, sigues peleando contra todo sabiendo que no puedes escapar de nada; sin ganas ni de tumbarte en el sofá porque sabes que el poliuretano se te va a mezclar con el sudor de la piel; sin ganas siquiera de ducharte porque temes derretirte y que tu sangre, como el líquido desatascador, se convierta en vapor hediondo de cañerías que haga que hasta las cucarachas curven sus narices.

Cuando me levanto, lo primero que hago tras apagar el radiodespertador es ir al baño a palparme las ojeras y fantasear con rellenármelas de ácido, sin embargo, las ganas se evaporan rápido al recordar que, al día siguiente, pase lo que pase, las ojeras volverán a salir.

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