Otras miradas

El fantasma de la clase media y la tragedia de romantizar el proletariado 

Laure Vega

Camarera, estudios en derecho, análisis del capitalismo y cooperativismo

El fantasma de la clase media y la tragedia de romantizar el proletariado 
Vista de viviendas de un barrio de Londres.

Este texto ha sido adaptado del prólogo a Ni arriba ni abajo. Auge y caída de la clase profesional-directiva, de Barbara y John Ehrenreich, publicado en Verso Libros.

Ante la pregunta «¿A qué clase social diría usted que pertenece?», publicada en el barómetro del CIS de octubre de 2022, un 67,3 % de las personas respondía como de clase media y solo un 10,4 % se consideraba como clase trabajadora/obrera. Contrastan con los datos sobre trabajo, carestía de la vida y renta, pero estos apenas aportan información sobre la clase en un sentido estricto. Dada la realidad material de la mayoría de la población, la pregunta es cómo abordar de manera sólida, sin obviar su complejidad, la lectura de las clases sociales para definir un tablero de posiciones que permita no solo la resistencia al capital, sino estrategias políticas ofensivas en el aquí y ahora.

La izquierda necesita herramientas para entender las diferentes mediaciones a través de las cuales se expresa la lucha de clases y desplegar palancas emancipadoras. La destrucción de las formas de vida colectivas, de aquellos rituales de resistencia que constituyen la clase, como aprendimos de entre otros E.P. Thompson, son un factor crucial que integrar no solo en los análisis, sino también en las estrategias de reconstrucción.

Para ello contamos con algunas certezas. Sabemos que la categoría «clase trabajadora» no depende ni de la voluntad de los sujetos ni de la opción ideológica -más o menos consciente- que se desprende de optar por clase trabajadora o clase media en una encuesta. Al contrario, hay al menos dos aspectos que conviene destacar de estos datos.

Entender la clase trabajadora

El primero tiene que ver con la necesidad de entender que, en apenas unas décadas, la mitad de la población que se reconoce como de clase trabajadora ha descendido a tan solo una décima parte del total. Esta es una cuestión suficientemente grave como para que ocupe una centralidad importante en la estrategia de la izquierda. Ya lo decía Margaret Thatcher: «la economía es el método, pero el objetivo es cambiar el alma».

Hemos de evitar, por todos los medios posibles, que se siga construyendo la clase trabajadora como un lugar del que escapar. Esta construcción se cimienta por el cúmulo de productos culturales donde prácticamente la presencia de la clase trabajadora es inexistente o, peor, es caracterizada ridículamente. En la mayoría, se sitúa el personaje universal como clase media, mansa y sin conflictos relacionados con la propia existencia, habitando pisos imposibles en el centro de metrópolis harto hostiles para el grueso de trabajadores que consumen estas narrativas. 

Situar la clase social en el centro de nuestros análisis tiene que ver con desafiar la negativa de gran parte de la izquierda a comprender las diferentes mediaciones a través de las cuales se expresa la lucha de clases. Si aceptamos el corsé que impone la clase media en el plano subjetivo, entonces únicamente estaremos abonando el terreno para la disolución de la única categoría que nos permite entender nuestra posición en la jerarquía social. La clase trabajadora no solo articula sus luchas desde lógicas corporativistas relacionadas con su empleo. También lo hace en torno a derechos de carácter universal, como el feminismo, el antirracismo o, en nuestros tiempos, el ecologismo.

Si no atendemos a cuestiones como la cultura política, las distintas luchas, los intereses y formas de vida del conjunto de los trabajadores, obtendremos «una simple adición de unidades homónimas, como las patatas de un saco que forman un saco de patatas», tal y como describía con sorna Marx a la masa de campesinos sin vínculos entre ellos de la nación francesa en El XVIII Brumario de Luis Bonaparte. Por tanto, urge coser entre estas unidades para saltar del momento económico corporativo que analizaba Gramsci a un momento universal. Del principio del yo, al nosotros, que relataría Steinbeck en las Uvas de la Ira. Y, así, conseguir que la politización del malestar conjunto sea capaz de postularse como propuesta. 

El fantasma que recorre los círculos activistas

Dentro de la autoubicación como clase media, cabe preguntarnos si estamos ante individuos con un objetivo intangible, como conseguir un determinado modo de vida asociado con el bienestar, el confort, el progreso, o si, por el contrario, con la deshonrosa excepción de la burguesía que intenta no parecerlo, nos encontramos ante individuos sin propiedad de los medios de producción que, pese a su heterogeneidad, mantienen unas condiciones materiales de vida y especialmente unos intereses de clase objetivos, comunes con el conjunto de la clase trabajadora.

De nuevo, es necesaria la complejidad en el análisis. La mera condición de individuos no poseedores de los medios de producción resulta insuficiente para explicar el papel desempeñado por las distintas fracciones de clase en la reproducción del sistema capitalista, la totalidad de sus experiencias en los intercambios sociales y las formas de organización y participación política.

Existe un elefante en la habitación, algo así como un fantasma que recorre los círculos activistas, pero que no se acostumbra a abordar de manera frontal desde las formaciones políticas de izquierda: la considerable diferencia entre que tu madre friegue suelos y que a tu madre se los frieguen mientras diseña edificios en su estudio de arquitectura. 

Aquí la lección de Barbara y John Ehrenreich resulta esclarecedora. Desplegada en la antología de reciente publicación por Verso Libros, Ni arriba ni abajo, ambos autores desarrollan el concepto Professional-Managerial Class (Clase profesional-directiva, abreviado como PMC por sus siglas en inglés). Sucintamente, esta sería una formación social específica surgida en la etapa monopolista del capitalismo, que estaría compuesta por trabajadores asalariados, mayormente intelectuales, y casi coextensiva a la obtención de estudios universitarios, cuya función principal en la división del trabajo puede describirse a grandes rasgos como la reproducción de la cultura y las relaciones de clase capitalistas.

La PMC estaría en contradicción con el capitalismo y, simultáneamente, con el resto de la clase trabajadora. Además, la PMC se encontraría presente de manera abrumadora entre los sectores de la izquierda, siendo estos sujetos quienes habrían sostenido, casi en exclusiva, los espacios de la PMC durante los momentos de repliegue político o de derrota política de las organizaciones.

Pero, en ningún caso, la utilidad de estos textos radica en convertir la PMC, o su alternativa más popular, la «clase media», en un insulto, como desgraciadamente ha sucedido -pese a las lamentaciones de los autores- en Estados Unidos. Sí en que no tomemos las mismas salidas, reiteremos los mismos tics, repitamos la historia y tengamos que volver a usar la misma manida cita de El 18 de brumario de Luis Bonaparte sobre tragedias y farsas. 

¿Pero, sobre qué tragedias nos advierten los autores? Por un lado, de la tendencia de la clase media de izquierdas a la romantización de la clase trabajadora: lo proletario como una esencia mística; y su consecuente deriva: presentar todo aquello que no suene suficientemente obrero o materialista como una desviación provocada por la clase media. «¡Los trabajadores queremos el pan, nada de rosas pequeñoburguesas!», parecen decirnos estas voces.

Por otro lado, aunque partiendo de una misma visión reduccionista, encontraríamos la demonización, menosprecio y condescendencia hacia la clase trabajadora (¿han oído hablar de canis o killos, nuestra propia versión del Chavs de Owen Jones?), la glorificación de la educación reglada como única vía para la adquisición de conocimientos y la constitución de fronteras insalvables entre individuos explotados. Muchas hemos estado en contacto con versiones más o menos pronunciadas de esta experiencia. Y no la recomendamos.

Elitismo proletario anti-posmoderno

En los espacios donde participan los hijos de trabajadores manuales que avistaron la posibilidad de acceder a la educación superior, no han faltado las miradas, entre cómplices y de sorpresa, al descubrir que aquellos compañeros -de militancia, de activismo, de sindicato, de facultad- que encarnaban casi dolorosamente lo que popularmente identificamos como clase media, pretendían culpar de todos los males a (aguanten el aliento) la clase media. Y lo hacían definiéndola como pequeñoburguesa, posmoderna, woke, queer o culturalista.

En estas posiciones elitistas de mirada estrecha, la clase trabajadora, por una suerte de incapacidad para el pensamiento abstracto, sería incapaz de comprender nada más allá de la esfera productiva ni interesarse por alguna dimensión que no fuera la -burdamente considerada- material. Relegando toda cuestión no-material (género, raza, que en invierno no estemos a 30 grados) fuera de "intereses de clase", estos mismos estratos sociales terminan por hacer del socialismo y de la clase misma una identidad de recreo. La necesitan, casi a modo de terapia psicológica o de hábito antropológico, para negar su propia condición de clase media.

En muchos casos, estos sujetos se han configurado políticamente en el mundo de la clase profesional-directiva en su forma contemporánea. Presentan a la clase trabajadora, no como una relación, sino como una persona que es -únicamente, en toda circunstancia, llueva o nieve, solo y únicamente- una persona obrera. No queda claro como ellos -y solo ellos- han sido capaces de sortear las dinámicas de clase media de las que hablan y erigirse en vanguardia. Tampoco cuál es la cultura que ofrecen como alternativa.

También podríamos hablar, por supuesto, de la otra cara de la misma moneda: espacios donde el tono es paternalista y condescendiente, que mira por encima del hombro a los trabajadores (que serían siempre machistas o racistas por adscripción consciente) cristalizando así las diferencias entre distintos fracciones como insalvables. Al conceptualizar como sujeto universal a esta suerte de clase media, en su proclamación como interseccional, interseccionarían y atenderían a cualquier cuestión menos a la clase, relegándola a los lugares de trabajo y despojándo al concepto del sentido (siempre vinculado a la clase) aportado por el Combahee River Collective y sus desarrollos posteriores, como el Feminismo Negro.

En un extraño acuerdo con aquellos interesados en enarbolar lo que Antonio Gómez Villar llama «la ficción de un proletariado reaccionario», acabarían codificando las luchas políticas relacionadas con la raza, la sexualidad y el género como ajenas a la clase trabajadora para unos y culturales para otros. De esta forma, por acción u omisión, reifican la identidad blanca y masculina como paradigma dominante y le otorgan el estatus de algo neutral.

Es la diversidad, estúpido

A estas alturas resulta evidente señalar que estas posiciones cierran los ojos a la realidad: hoy y siempre, la clase trabajadora es diversa. Lo homosexual no quita lo trabajador, hubiera que repetir a ambos lados. Pero, siguiendo el argumento de los Ehrenreich, la práctica de estos movimientos derivaría en una miopía incapaz de ver que los intereses del conjunto de los trabajadores explotados son fundamentalmente antagónicos a los de la clase capitalista y que, por lo tanto, las alianzas son necesarias para subvertir las condiciones de vida del proletariado.

Es por ello que los dos autores de Arriba ni abajo hablan de dos tendencias. Aquella que romantiza lo obrero y lo convierte no en relación sino en esencia y  la que atrapada en su narcisismo clasista acabaría por ser antiobrera. Esta última tendencia, en sus posiciones menos agudas, apuesta por la substitución de la gestión capitalista por otra más científica y experta, que igualmente obvie la contradicción capital-trabajo, pero que resuelva lo que consideran "tics erróneos" de la sociedad: corrupción, machismo, racismo, etc.

En sus versiones más voraces, el radicalismo anti-obrero se aproxima a la subsunción de la política por la gestión. Y, ciertamente, la tecnocracia sobrevuela cíclicamente el debate político. Pero, sea como fuere, tanto esta versión tecnocrática como la nueva obrerista parten del mismo esencialismo, aunque derivando en expresiones políticas distintas. Y, sin embargo, donde queremos ir a parar es precisamente a que esas diferencias no tienen nada que ver con una suerte de ruptura absoluta entre PMC y el resto de la clase trabajadora.

La potencia radica, contrariamente, en la unidad de acción de la heterogeneidad. Como apuntaba Tony Cliff al recuperar un texto de Lenin, buscamos un sujeto popular que sabe reaccionar ante toda manifestación de arbitrariedad y de opresión cualquiera que sea el sector o la clase social que afecte; que sabe englobar todas estas manifestaciones en un cuadro único de brutalidad policial y explotación capitalista; que sabe aprovechar el hecho más pequeño para exponer ante todos sus convicciones socialistas y sus reivindicaciones democráticas.

Nos referimos a la vertiente política de cierta intuición, a las posibilidades de superar el momento presente en una alianza capaz de descartar esencialismos y reconocer diferencias, de trabajar en pro de una articulación común capaz de conquistar una libertad negada que no sea puramente formal. Hablamos de asegurar, como sentenció Marx en la Crítica del programa de Gotha, que todo individuo puede vivir sin permiso de nadie. Como un grito para observar las diferencias, como paso previo y esencial y a entender la clase como un arco dinámico y heterogéneo, escriben los autores de esta antología. Que aún no sea tarde.

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