Otras miradas

Reflexiones tras salir de Palestina

Cristina Muñoz

Directora Alianza por la Solidaridad-ActionAid

Reflexiones tras salir de Palestina
Territorios Palestinos, Ciudad de Gaza: Una visión general de la destrucción en el barrio de Karama tras el bombardeo israelí en la ciudad de Gaza. Foto: Mohammed Talatene/dpa
Fecha: 10/11/2023.

El pasado viernes, 2 de octubre, llegué a Palestina. Hacía casi siete años que no había vuelto. Y la última vez fue muy dolorosa. Los oficiales israelíes en la frontera nos trataron muy mal a mi marido (palestino), a mi hija (una bebé de dos añitos) y a mí, trabajadora humanitaria de una ONG española presente en el país. Me prohibieron pisar Israel y Jerusalén Este. Desde entonces, he tenido miedo de volver, y de traer a los niños a lo que es su segunda casa, donde tienen a la mitad de su familia, a la que apenas conocen. Así se borra su memoria palestina. Pagas un precio muy alto para conservarla.

Palestina es para mí un segundo hogar. Allí construí mi familia, decidí casarme, compré mi primera casa.

En los cinco años que viví en Palestina, aprendí a entender mejor el mundo, o a entenderlo menos, según se mire. Me fascinó el sentido del humor y la capacidad de amar de la gente. Comprobé que hay una conexión mediterránea y unas raíces compartidas, que las árabes son nuestras primas y que nos hablamos mirándonos a los ojos. Me horroricé con la violencia, la xenofobia, con la estructura racista y colonial que Israel ha construido por su propio miedo a la destrucción. Vi los efectos de la militarización y la violencia en la sociedad y las vidas de la gente, en ambos lados. Por la acción e inacción internacional, se ha perdido toda opción de vivir en paz. Los y las palestinas no son tratados como seres humanos con derechos fundamentales y dignidad. El mundo lleva décadas mirando para otro lado mientras sistemática y diariamente se les aniquila.

Me sentí incomprendida por algunas de mis amistades en España, que insistían en defender la vergüenza que Israel hace en Palestina, sin tener la intención de ver la realidad o tratar de conocerla. Busqué israelíes con los que poder hablar, encontré algunos pocos. Tenían un papel extremadamente difícil en su sociedad. Son una minoría, atacados por su propia comunidad y viviendo en absoluta persecución por defender la paz, por cuestionar la ocupación ilegal, señalar los crímenes de su ejército o recordar que Israel está construyendo una narrativa distorsionada de la historia de Oriente Próximo.


Me entristecí con la deriva fundamentalista islámica y con la dificultad de que mis compañeras feministas palestinas pudieran encontrar el espacio y los recursos para proteger a las mujeres de la violencia que sufren debido a su condición de mujeres, en un mundo patriarcal, colonial y violento.

He pasado una semana maravillosa y horrible en Palestina. Feliz de encontrarme con tanta gente a la que admiro y quiero. Triste por ver cómo en 10 años ha crecido la presencia de colonos israelíes sobre el territorio ocupado, ejerciendo la violencia de manera descontrolada y bajo la protección de su ejército. He visto un Gobierno israelí más violento y radical que nunca, demoliciones de casas en Jerusalén Este, la implementación de un plan perfecto de control total del territorio, que es ilegal, que ha sido declarado un crimen de guerra por el Derecho Internacional y que asfixia a la población palestina. Me topé con el muro que cierra Cisjordania, vi sus pintadas pidiendo libertad. Y, esta semana, he visto de nuevo cómo Occidente sigue mirando para otro lado y carece de la capacidad para contribuir a la construcción de una solución pacífica aquí.

Los representantes consulares con los que hablé la semana pasada reconocían la paradoja de seguir defendiendo la solución de los dos estados, agotada e inviable ya sobre el terreno, pero incuestionable en el diálogo con las capitales europeas que repiten ese mantra, aun sabiendo que es un imposible.


Durante la semana pasada, las festividades judías han impedido que ninguna persona palestina pudiera salir de Gaza para trabajar en Israel o recibir tratamiento médico. Tampoco las internacionales que trabajamos en ONG humanitarias hemos podido entrar y hacer nuestro trabajo. Un trabajo que consiste en recoger las piezas rotas de las últimas guerras en esa cárcel a cielo abierto que es la Franja y que, después de tantos años, hemos normalizado y aceptado, a pesar de que en ella viven más de dos millones de personas en pocos metros cuadrados.

La evacuación

El pasado sábado, 7 de octubre, a las 6 am, empezó a sonar una alarma en el teléfono que indicaba que se activaban las alertas en suelo israelí por cohetes lanzados desde Gaza. Y mi WhatsApp se llenó de mensajes de Hala y Fatma, trabajadoras de mi organización, mujeres gazatíes, angustiadas. Preguntaban: ¿sabéis lo que está pasando? ¿Tenéis algún mensaje de Naciones Unidas? Oímos muchas explosiones, tenemos miedo, no entendemos qué sucede. A las 7 de la mañana, ya estábamos alucinando con las noticias que llegaban y tratando de entender la situación. La dimensión de lo que estaba ocurriendo era imposible de medir y no se parecía a nada de lo que yo había presenciado en el tiempo que residí en Jerusalén ni en los años posteriores. Era horrible.

Ya en el taxi camino a Jordania, estábamos en fila, parados ante un checkpoint en los coches y autobuses llenos de palestinos en dirección a Jordania. En media hora, la situación se había descontrolado por completo. No tengo un buen registro de todos los acontecimientos. Había muchos mensajes, llamadas y comunicaciones. No podía decidir por mí misma qué hacer; no tenía la información necesaria. Y, mientras tanto, llegaban noticias sobre el secuestro de israelíes, las muertes de civiles, los cohetes, los mensajes de alerta y el horror de lo que estaba sucediendo.

En minutos, llegar a Jericó para refugiarnos ya no era una opción porque el ejército israelí lo había cerrado. Las Naciones Unidas indicaban que había disparos de colonos israelíes a vehículos palestinos en las carreteras de Cisjordania y que se debía evitar cualquier movimiento. Ya se había dado la instrucción de permanecer dentro de casa y buscar refugio debido a los cohetes lanzados desde Gaza. Las sirenas sonaban, se escuchó una explosión en Beit Jala (Belén) y más explosiones cerca de Ramala. Mis compañeras palestinas lloraban y mandaban mensajes de voz al grupo del equipo.

Llegaron más llamadas, más mensajes y más nervios. Finalmente, confiamos en que nuestros pasaportes nos permitirían entrar en una Jerusalén que ya estaba bloqueada. Y así fue. Ya en Jerusalén, los colegios palestinos estaban enviando a los niños a casa, la gente cerraba sus tiendas y buscaba refugio. Algunos grupos celebraban los ataques, otros miraban al cielo con estupefacción. La confusión era abrumadora. Pero conseguí llegar de vuelta a la casa de mi compañera.

Escribo estas líneas el lunes, 9 de octubre de 2023. Estoy a bordo de un avión desde Amán camino a Madrid. El mismo vuelo que debería haber tomado, pero ayer domingo. El sábado por la mañana todo se torció. Por un lado, pienso que lo que he vivido en los últimos dos días es insignificante en comparación con lo que está ocurriendo, pero, por otro, estoy sobrepasada. Creo que fue el miedo que pasé, saber que mi familia estaba sufriendo por mí, ver a las compañeras palestinas aterrorizadas muertas de miedo o las imágenes mismas de toda la violencia que se ha desencadenado. Ahora siento miedo, rabia e impotencia por saber que van a morir muchas personas inocentes. Pensar que es la misma historia de siempre y, al mismo tiempo, una nueva, más terrible y abrumadora. Y es saber que, una vez más, el mundo da la espalda a muchas personas inocentes. Cada vez más belicistas y que cada vez hay menos opciones de buscar la paz con deliberación y compromiso político.

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