Otras miradas

Insomnio frente a la barbarie

Oti Corona

Maestra y escritora

Dibujo de un individuo acostado en una silla frente a un reloj. / Pixabay
Dibujo de un individuo acostado en una silla frente a un reloj. / Pixabay

Tengo -o, mejor dicho, tenía- un truco tan sencillo como infalible contra el insomnio que consiste en no llevarme disgustos ni sofocones después de las siete de la tarde. A partir de esa hora, no discuto con nadie, cuido de mis plantas, bloqueo en redes a la primera de cambio, doy la razón en todo a todo el mundo, incordio a mis gatos, abochorno a mi familia con mis chascarrillos, echo una partida al Tetris y me meto en la cama feliz. Manita de santo. Hace una semana decidí que escribiría uno de esos simpáticos artículos de jiji-jaja para compensar la espantosa realidad y así rompí la magia. Por inspirarme, me lancé a la búsqueda de buenas noticias en prensa, yo qué sé, una bajada del paro, la muerte de un dictadorzuelo, un avance en la lucha contra el cáncer. Me dieron las tres de la mañana sin una sola nota positiva y no pego ojo desde entonces.

Llevamos un porrón de días consecutivos en que solo hay cambio climático, terremotos, moscas cachigordas en pleno mes de octubre, pisos de una habitación a novecientos euros, violencia machista, medio país consumido por el odio del ‘que te vote Txapote’, combates, calor, genocidios y, en resumen, mierda hasta el cuello. El ataque inhumano e indiscriminado de Hamás eclipsó la guerra de Ucrania y la respuesta criminal de Israel sepultó un terremoto de magnitud seis en Afganistán. Los afganos se han quejado, y con razón, porque no les hemos hecho ni caso a pesar de sus 2.500 muertos. Casi tantas víctimas mortales como las del seísmo de Marruecos por el que tanto lloramos. Claro que Marruecos está aquí mismo y Afganistán...bueno. Qué vamos a decir de Afganistán. Ni que el terremoto fuera el peor de sus problemas. Se acumulan las desgracias de un modo tal que ya no sabemos qué poner después del #prayfor. Por si lo anterior no es suficiente, mientras escribo estas líneas falta una hora y media para que se cumpla el ultimátum previo al genocidio anunciado por el gobierno de Israel.

La rabiosa -en el sentido de violenta- actualidad empeora por momentos. Israel se ha referido a los palestinos como «animales humanos», les ha cortado el agua y la luz, ha gaseado un hospital infantil con fósforo blanco, ha provocado un éxodo de civiles bajo la amenaza de masacrar a un millón de personas dentro de, (un segundo, que consulto mi reloj) una hora y veintisiete minutos, ha asesinado a más de dos mil palestinos y, de paso, se ha cargado a once miembros de Naciones Unidas y a otros tantos periodistas. Entretanto, Antena 3 ha puesto un contador con las horas que faltan para que Gaza vuele por los aires. No basta con el desastre que asola el mundo; también hay que convertir cada baño de sangre en un puto show.

Nos hemos convertido en espectadores involuntarios de una masacre que querríamos a toda costa evitar. Sin embargo, nuestra propia incapacidad para la acción nos sume en la desesperanza. ¿Qué podemos hacer?, nos preguntamos. Y lo cierto es que, más allá de la protesta y el grito, no podemos hacer nada. Para más inri, si se me permite la expresión, las respuestas de los dirigentes políticos que deberían pronunciarse para detener la sangría basculan entre la tibieza y el aplauso al gobierno israelí, como si exigir que no asesinen a niños inocentes y a civiles indefensos nos volviese antisemitas, como si condenar una nueva matanza nos transformase en dóciles seguidores de Hamás. Encima, por más que nos desgañitemos con el «no en mi nombre», la realidad, la injusta y vomitiva realidad es que cuando nuestros representantes políticos miran hacia otro lado, apoyan o aplauden el genocidio, sí actúan en nuestro nombre.


Al menos en España aún no han prohibido las manifestaciones pro Palestina, como sí ha pasado en Francia, Alemania y Reino Unido. El gobierno británico, además, ha advertido que ondear la bandera palestina puede ser delito. Les falta sacar un comunicado que diga «por favor, no monten tanto escándalo, organizar un genocidio ya es de por sí bastante complicado». Y es que no es solo la desolación a la otra orilla del Mediterráneo; es la fragilidad de la libertad de expresión en la gran Europa porque hoy toca que Israel lleve a cabo su venganza.

En épocas así, me angustia pensar en el mundo que dejamos a nuestros hijos y me apena saber que no tendremos respuestas cuando pregunten. Quizás podremos decirles que nos dolieron todos los muertos, que no pudimos evitarlo, que nos atormentó nuestra impotencia, que no encontramos motivo alguno para la risa, que pasamos vergüenza y que, desde luego, dormimos poco y mal. Ah, y que ojalá ellos consigan dar con la solución al caos que les queda en herencia.

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